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Ya no hay revoluciones como las de antes

vuillard-14julio

ALEJANDRO LUQUE | No fue la primera ni la última vez que el pueblo se alzó en armas, pero sí la más famosa. Una revolución espontánea, sin cabecillas, en la que el vulgo anónimo se puso detrás de aquella señora de pechos opulentos que tiempo después retrataría Delacroix hasta llegar a la Bastilla, desde cuyos muros se vería caer al Antiguo Régimen. Para muchos, supuso el punto de partida de la Edad Contemporánea. Para algunos, como Éric Vuillard, el nacimiento de Francia.

La historia se ha contado del derecho y del revés, empezando por la Histoire de Jules Michelet. Sin embargo Vuillard, que como buen francés seguramente estudió en la escuela este y otros textos canónicos, echaba de menos un relato donde los protagonistas no fueran los parlamentarios de levita, sino el pueblo llano, el de sonrisa mellada y manos encallecidas, pertrechado de palos y piedras. Quiénes eran, qué los motivaba, qué sintieron aquel 14 de julio, es lo que se propone reflejar esta novela.

Hay quien piensa que la Historia es una materia blanda y maleable, cuando no un informe montón de mentiras. Hay quien opina que no hay mejor verdad que la mentira de la literatura. Entre ambas ideas se desliza Éric Vuillard para desarrollar su narración, una recreación de la historia vista desde abajo, desde la perspectiva de los que nunca salen en la foto, de los que inflan las estadísticas pero nunca tienen rostro, y que solo se vuelven memorables cuando los grandes escritores los elevan a la categoría de mito. “Pronto tendrán un nombre”, dice Vuillard refiriéndose a esos desgraciados, “se llamarán Étienne Lantier, Jean Valjean y Julien Sorel”.

Tales son las coordenadas de 14 de julio, pero, ¿cuál es el resultado? Para empezar, como ocurría con la anterior obra del francés, El orden del día, que le valió el premio Goncourt y el reconocimiento internacional, una narración histórica que no se puede evitar leer con la sensación de que, cambiando fechas y topónimos, podría estar hablando del presente. En concreto, de la circunstancia desencadenante de la revolución, a saber: la vieja costumbre de apretar las tuercas al currante hasta el límite de lo inhumano, mientras en la corte la despreocupada nobleza perdía fortunas en el juego sin despeinarse los empolvados pelucones.

Más o menos –por si no han pillado la analogía– lo que hicieron hace diez años los ludópatas de parquet bursátil, y que tuvo como consecuencia el empobrecimiento súbito de la mayor parte de la población española y de otros países, la pérdida de miles de hogares y puestos de trabajo, por no hablar de los suicidos…

Dicho de otro modo: el señorito salió arruinado del casino, y mandó al chófer y al jardinero a pagar las deudas de su bolsillo. Lo malo es que el chófer y el jardinero, que ya estaban hartos de tanto tahúr a su costa, se unieron a la cocinera, el verdulero, el zapatero y la fregasuelos para gritar que ya estaba bueno lo bueno. Vuillard los enfoca, los describe con trazos enérgicos y precisos, les da carne, identidad. Los pone a romper cosas, ilumina sus rostros con el fuego de las antorchas. En las plazas, muy pronto rechinarían las guillotinas.

Uno de los aspectos más interesantes de esta novela breve es su resolución. Vuillard encuentra su mejor aliado en el zoom, que le permite abrir el plano cuando quiere mostrarnos sus panorámicas de época, como concentrarse en los detalles cuando le conviene. Esto no solo es un recurso más o menos visual, sino también rítmico: lejos de la linealidad de la historiografía al uso, el escritor se permite saltar fechas, introducir expresiones anacrónicas, ventilar sucesos considerados trascendentes en dos líneas y demorarse, en cambio, casi dos páginas en describir el sable del oficial Éthis de Corny

Otro, quizá, se habría visto invitado a componer una magna ópera con cientos de personajes, como por ejemplo, en un registro muy diferente, ha ensayado hace poco Antonio Soler en Sur. Pero Éric Vuillard no quiere jugar a ser Zola, ni Stendhal, ni Balzac ni mucho menos Víctor Hugo. Ni siquiera pretende engarzar una poética densa y rutilante como la de un Pierre Michon. Es un escritor del siglo XXI, conoce sus límites y los del público al que se dirige. De hecho, parece intuir en un momento dado que la prosa se está espesando, que la fórmula se debilita, y sabe ponerle fin muy a tiempo: 170 páginas largas bastan y sobran para instruir, sorprender y emocionar al lector.

Otros lo intentan durante años sin conseguirlo. Vuillard ha conseguido, con dos certeros golpes en el mismo punto –la novela corta de fondo histórico– ganarse un puesto de honor en las letras francesas y europeas actuales. Y lo que es más importante, dejar reflexionando al lector mucho tiempo después de pasar la última página.

Dice Mauricio Wiesenthal que la Revolución Francesa cometió un imperdonable error al no preguntarse qué se quemó de valioso en aquel París. Pero también deberíamos preguntarnos qué dejó de ganarse con la represión de nuestras revoluciones más recientes: Tahrir, Taksim, Syntagma… Claro que hoy no hay Bastilla ni palacios que desmerengar.

El rostro que no podemos ver hoy es el de los que mandan, ocultos en sus exclusivas mansiones, protegidos por empresas de seguridad y muros inexpugnables. Las guillotinas, a lo sumo, servirían para decapitar a sus esbirros, y además el pueblo está en otras cosas, resignado, humillado o adocenado bajo el efecto de demasiados anestésicos. Pero, aunque ya no haya revoluciones como las de antes, y los de arriba parezcan inconmovibles, todavía les recorre un escalofrío cuando se cruzan con esas cuatro cifras juntas: 1789.

Publicado previamente en M’Sur

14 de julio (Tusquets, 2019) | Éric Vuillard | Traducción de Javier Albiñana |192 páginas |17,90 euros
 

 

admin

Un comentario

  1. Pero, aunque ya no haya revoluciones como las de antes, y los de arriba parezcan inconmovibles, todavía les recorre un escalofrío cuando se cruzan con esas cuatro cifras juntas: 1789.

    ¡Grande, Luque!

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