Bajo el techo que se desmorona
Goran Petrović
Sexto Piso, 2014
ISBN: 978-84-15601-49-4
176 páginas
18 €
Traducción de Dubravka Sužnjević
Alejandro Luque
La crítica, a menudo tan perezosa, ha querido alguna vez ubicar a Goran Petrović, (Kraljevo, 1961) en los territorios del realismo mágico. Puestos a empadronar alegremente, yo me atrevería a situarlo más bien en el neorrealismo italiano. Al menos este último libro suyo traducido al castellano, la novela en relatos Bajo el techo que se desmorona, más afín al mundo narrativo de Fellini y Tonino Guerra que al Macondo de Gabo.
Una novela en relatos no es lo mismo que un libro de cuentos unitario. Para éste basta reunir historias diferentes bajo un tema común; una novela, en cambio, necesita que todas las piezas aporten en el conjunto homogéneo, que parezcan incluso imprescindibles. Y eso es lo que consigue Petrović alrededor de ese viejo cine, protagonista principal del libro, que fuera primero hotel, luego sala de proyección privada, más tarde nacionalizada por el régimen y obligada a exhibir solo filmes comunistas, y donde una buena tarde de 1980 se anuncia que el mariscal Josip Broz Tito, arquitecto del país y faro de todas sus almas, ha muerto.
Al igual que otro escritor de la exYugoslavia, el bosnio Ivica Djikić, Petrović encuentra en el humor un tono ideal para desarrollar la amplia galería de personajes que componen la parroquia habitual del cine Uranija y sus alrededores. Algunos nos son familiares, como ese operador Svabić, empeñado en hacer su propia película con fotogramas descartados de otras, igual que el vejete de Cinema Paradiso; o como el oficial aquejado de cierto tic que le hace levantar instintivamente el brazo, como Peter Sellers en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú. Y no se pierdan a ese pajarito bautizado como Democracia, al que su dueño quiere enseñar a hablar, dando lugar a equívocos similares a los de Libertad, la hermana de Mafalda…
Sí, bajo el moroso chirimiri de cal, hermosa metáfora del paso del tiempo, vamos a tener la ocasión de echarnos unas risas. Pero en nuestros días la literatura humorística se ha convertido en un comodín al alcance de todos: basta hilvanar unas cuantas situaciones más o menos descacharrantes, aliñadas a ser posible con un poco de parafernalia grotesca, y el éxito parece asegurado. Petrović, sin embargo, hace algo más sutil y gratificante, más difícil también: todo su relato, de principio a fin, está empapado de ternura. Y la ternura no frena, como algunos que no saben quién es Buster Keaton creen, el efecto cómico, sino que lo matiza, lo humaniza.
Ese sastre que, ante el pelotón de fusilamiento, se demora en observar la impecable factura de los uniformes alemanes; ese espía, el Invisible, al que todo el mundo conoce tras el parapeto de su periódico, que solicita en su informe “recursos adicionales” para poder comprarse otro traje; o ese profesor de literatura que, al final del camino, trata de evaluar su propia vida, y no tiene más remedio que suspenderse. Cosas así descubrimos en otros personajes entrañables, el viejo acomodador Simonović, los pillos Z y ž, Gagui y Dragan, únicos ocupantes de la fila reservada a los romaníes…
Hay que decirlo con todas las letras: con libros como este, Goran Petrović está reuniendo todos los méritos para hacerse un hueco entre los grandes de las letras balcánicas, a la diestra de Krleža y de Danilo Kiš. Entre otras cosas, porque entre bromas y veras nos expone el alma de su tierra y de su gente, que al cabo no es tan diferente de la de cualquier pueblo europeo que haya conocido la tiranía y la guerra, y que haya proyectado sus terrores y sus sueños sobre la blanca pantalla de un cine. Cuando habla del funeral de Tito, lo define como “el más largo de la historia de la humanidad”, porque “hemos estado presenciando ese sepelio durante más de un cuarto de siglo”, y “junto al sarcófago principal se han ido acumulando cientos de miles de tumbas más pequeñas”, para concluir que “en realidad toda la antigua Yugoslavia es un enorme complejo conmemorativo del difunto presidente.»
Y aunque dicen que los mejores chistes se cuentan en los velatorios, queremos creer que el humor puede ser también un excelente alivio de luto.