ANTONIO RIVERO TARAVILLO | Malagueño de 1965, ahora residente en Ronda, Álvaro García se dio a conocer cuando solo tenía veinte años con La noche junto al álbum, libro con el que ganó el Premio Hiperión. Después han venido Intemperie (1995), Para lo que no existe (1999), Caída (2002), El río de agua (2005), Canción en blanco (Premio Loewe, 2011) y Ser sin sitio (2014). El ciclo de la evaporación retoma secciones de estos dos últimos libros, que pasan a ser aquí las partes 3 y 4, aproximadamente la mitad de la obra tras dos nuevas partes que las anteceden en esta presentación definitiva en la que, como si fuera consecuencia de la voluntad del poeta de traspasar fronteras y límites y buscar el envés, son las más recientes. Se trata de una obra compuesta en un verso blanco, con mayoría abrumadora de endecasílabos, que fluye por los temas del amor, del extrañamiento, de las magnitudes relativas de tiempo y espacio. No es tanto un poema discursivo como de yuxtaposición, eliotianamente pero también al modo de Octavio Paz en el ineludible “Piedra de sol”. Y en el que no importa tanto el tema como el desarrollo, la recurrencia guadianesca de motivos, hasta el punto de que hay tramos por los que corre un leve aire de sextina, con la aparición cíclica de voces como “aire”, “nombre”, “anochecer”, “oscuro”, “paso”, “luz” (pág. 14).
Hay aquí grandes momentos, como estos de la parte 1 en la que se ocupa del mirar poético que transfigura lo observado: “La reinvención constante de las cosas / por el sencillo hecho de mirarlas / hace mágico lo real, real lo mágico”, que recuerda al denso quiasmo memorable de “beauty is truth, truth beauty” de la “Oda sobre una urna griega” de John Keats. Y, dentro del poema único, fragmentos que podrían funcionar como poemas independientes, así la práctica totalidad de la pág. 10, dedicada a la luna. La indagación en el universo es una cuestión de escalas, en la que lo más pequeño es cifra de algo infinitamente mayor, y todo en realidad lo mismo gracias a la analogía, que es el idioma poético, aun en la paradoja de lo prosaico: “Se despeñó de sol el niño Ícaro; / yo me electrocuté con siete años / girando una bombilla de 60.”
El hilo del poema es como ese río que corre por la segunda parte, al que no hay que aprehender ni represar, sino dejarse llevar por su murmullo o buscar el reflejo sobre sus aguas; quizás apreciar en él el sonido de fondo de una maquinaria explícita en la tercera parte, otra vez algo eliotiana por su referencia a la ciudad, y el ruido del reloj, “con un rumor de ruedas y de olas”. Álvaro García nos habla de esos misterios confundidos de la eternidad y el instante, de la lejanía y lo íntimo. Como escribió Philip Larkin, al que él ha traducido, “what will survive of us is love”, y el poeta, con su amada, alcanza la conciencia de la plenitud “en el reinado de los días cortos / que pasamos aquí con la misión / de aprender a volvernos inmortales.”
En “Ego Dominus Tuus”, W. B. Yeats hizo decir a una de las voces que dialogan en el poema algo que es perfectamente aplicable a Álvaro García, uno de nuestros mejores poetas actuales y de marcados rasgos propios en estas composiciones extensas que destacan por su singularidad: “A style is found by sedentary toil / and by imitation of great masters.” En mi traducción de su Poesía reunida (en la que ahora me molesta la asonancia): “El estilo se alcanza con esfuerzo / sedentario, imitando a los maestros”. García, que se esfuerza, conoce bien a los suyos. Él también lo es desde hace años.
El ciclo de la evaporación (Pre-Textos, 2016) de Álvaro García | 56 páginas | 11 €