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En busca de la felicidad perdida

Una biblioteca de verano

Mary Ann Clark Bremer

Periférica, 2012                       

ISBN: 978-84-92865-59-8

86 páginas

14,75 €

Traducción de Hugo Bachelli

Coradino Vega

¿Quién establece el canon? ¿Por qué hay autores que tienen éxito en una determinada época y luego caen en la nada, y hay autores que pasaron desapercibidos y de pronto reaparecen con una frescura y un vigor que los hace plenamente contemporáneos? A la fascinante labor de rescatar obras olvidadas u ocultas o invisibles o desaparecidas o minusvaloradas en su tiempo o simplemente raras lleva ya años dedicándose la editorial Periférica con un criterio lector más que atinado: sus recuperaciones parecen dialogar con el presente como si hubiesen sido escritas ahora mismo. Es lo que sucede con Una biblioteca de verano, el primer volumen de las memorias noveladas de Mary Ann Clark Bremer, ambientado en los años inmediatamente posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial y cuya publicación, alentada por Dürrenmatt y firmada bajo seudónimo, data de los setenta. Se trata de un breve e intenso libro escrito con un minimalismo despojado, hondamente lírico, al que parece haberle sentado de maravilla el paso del tiempo. Pues exenta de la antipatía del desapego, pero también de la complacencia meliflua y evasiva que pusieron de moda hace unos años las imitaciones orientalistas de Baricco o Maxence Fermine, la sobriedad de su estética parece ser la natural extensión de su ética, de la manera intransferible, y por tanto universal, que tiene su autora de estar en el mundo.

Nacida en Nueva York en 1928 en el seno de una familia cosmopolita, Mary Ann Clark Bremer se pasó la vida viajando por Europa, vivió en Israel (de donde se marchó contrariada por su política), y murió en Ginebra en 1996. Sus padres fallecieron en un ataque alemán a un buque británico, en el Canal de la Mancha, poco antes de que acabara la guerra. Ella misma salió herida de ese bombardeo. Su tío Marcel, figura clave en la educación de la joven Mary Ann, moriría también mientras ella estuvo en un hospital recuperándose. Y ahí comienza Una biblioteca de verano, con el retorno de la muchacha a La Bienhereuse, el caserón repleto de libros de su tío en un pueblito francés, y cuyo nombre parece ser el reflejo del temperamento de Marcel, un hombre ilustrado, tolerante, partidario de la bondad y el entusiasmo por la vida, o como dice ella misma: “un viejo francés que creía en Europa pero también en el resto del mundo”. De esta forma, lo que a simple vista pudiera parecer un manojo de recuerdos hilvanados por las citas extraídas de los libros del tío Marcel que el restaurado alcalde propone convertir en biblioteca municipal, trasciende por el discreto propósito de convertir ese empeño en un modo de supervivencia. No en vano, éste es un libro de memorias sin egocentrismo, una novela que se para a describir y observar las cosas, los actos de la gente, los hechos de la naturaleza, con una voz pegada a la tierra que, no contenta con no darse la más mínima importancia, ironiza cuando surge el tópico o alguna palabra rimbombante. Y de esa modestia, de esa apuesta por la dicha transida de dolor, surge una moral: la desmitificación de los vencedores desde la “inconsciente” autoridad de ser una víctima de los vencidos, un optimismo atravesado por la desazón, un no dejar que el resentimiento rija lo que quede por vivir bajo ningún concepto.

Tan elegante como su precisión poética es el pudor de Mary Ann Clark Bremer de ventilar públicamente las sombras del yo. De ahí que lo que más conmueva de estas páginas no sea sólo esa especie de sereno canto de amor por los libros, sino su hermosa forma de resistencia, el modo que tiene para conjurar “los hastíos y los hondos pesares / que abruman con su peso la neblinosa vida”, según cita la narradora a Baudelaire. Ella vuelve, para vivir su duelo, al lugar donde siempre había sido feliz, en lo que en un principio sólo pretende ser una evasión más verdadera: entregarse al mundo; saltar una tapia, escarbar en busca de hormigas o leer tumbada cara al cielo. Pero desde ese lugar, acompañada de Defoe, Valéry, Stephen Crane o Proust, de la galería de personajes que pasarán ese verano por su biblioteca, o del rastreo casi detectivesco de un amor secreto del que nunca le habló Marcel, fortalecerá una especie de plan de automejora que no es otra cosa que la recuperación de la manera de mirar que aprendiera del tío y olvidara por la muerte de sus seres queridos: no ser rencorosa durante mucho tiempo, no permitirse odiar la posibilidad de la felicidad, no herirse demasiado pensando en las debilidades propias, alimentar el carácter con las cosas que nos gustan, ser fuerte pero no inflexible o, en definitiva, y como dice la narradora citando a uno de los poetas de su biblioteca, recuperar el estremecimiento y la plenitud con la que vivir la vida.

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