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Juego de alto riesgo

ILYA U. TOPPER |A quién no se le habrá ocurrido alguna vez jugar a esto. Vas por la carretera con tu novio, es el primer día de vacaciones, queda mucha carretera por delante, paráis para hacer un pis, y al salir del soto un poco más adelante, en lugar de regresar al coche y seguir viaje, te pones en el arcén, extiendes la mano con el pulgar hacia arriba y finges hacer autoestop. Y claro, tu chico avanza un poco, frena, se asoma: —¿A dónde va, señorita?

Y tú te montas, sonríes, y el momento de juego se puede terminar ahí. O puedes estirarlo un poco y decirle algún destino, y él puede continuar y decirte que te puede acercar hasta tal sitio, y vais charlando y conociéndoos, inventando sobre la marcha nombres, edades, oficios, planes de vacaciones. Creando personajes. Por supuesto os iréis seduciendo poco a poco, con mucha picardía, como hace tiempo que no seducíais a nadie…

… y es justo en este punto que Milan Kundera Los amores ridículos (1968), El falso autostop— va metiendo el bisturí un poco más profundo en la mente humana. En este cuento de 24 páginas, narrado en este estilo escueto y claro que caracteriza al genio checo, el juego de seducción en la pareja va perdiendo su inocencia: ambos saben que están ligando con la persona con la que llevan un año durmiendo en la misma cama, pero actúan como si fuera un desconocido: ligan como ligarían de verdad con un desconocido. El chico ve cómo su chica seduce a un conductor que no es él. Y le entran celos. Le entran ganas de castigar a la chica por serle infiel con él mismo.

Yo, que no soy celoso, podría leer este cuento con media sonrisa y pensar en lo excitante que será este juego cuando simplemente puedes disfrutar viendo cómo tu chica está ligando con un desconocido (que además eres tú). Pero el cuento de Kundera es demasiado bueno para eso (que para algo es Kundera). Porque la esencia del drama que se va desplegando en la carretera, y luego en un restaurante bastante desaliñado donde beben vodka con sifón —la chica, que nunca bebe más que un ocasional vermut— y el hotel cutre donde acaban en una triste habitación no se basa únicamente en los celos. Los celos son solo una consecuencia del juego de tomar a su novio por otro, de ser otra.

Porque ella es otra cuando liga con un desconocido. La chica tímida que al pararse en la carretera solo se atreve a decir que va a aprovechar para “hacer una cosa” ha sido reemplazada por una que al levantarse de la mesa dice que irá a mear. Le hace gracia que la confundan con una furcia. Y aunque el punto final del drama de Kundera es que el chico, su chico, la acaba tratando como tal, el cambio de personalidad provocado por el juego va mucho más allá: muestra que no sabemos quién es el otro. ¿Es más real la chica tímida que no sabe decir pis que la que se contonea entre las mesas? ¿Cuándo ha elegido ser una y no la otra? ¿Por qué no puede, a partir de cualquier momento, ser realmente la otra? Después de años de convivir con una persona ¿sabemos quién es? ¿Lo sabe esta persona? Después de años de convivir uno consigo mismo ¿sabe quién es?

En esto, el cuento de Kundera evoca un relato todavía más breve —17 páginas— de Jack London, The South of the Slot (1909), en que un profesor universitario se disfraza de obrero sindicalista para recoger material para sus ensayos de sociología. El disfraz le funciona: se convierte en obrero sindicalista de verdad mientras vive unos meses al sur de la línea de tranvía que divide San Francisco en dos ciudades, una rica, sobria, académica, la otra proletaria, ruidosa, rebelde y se reconvierte en profesor cuando cruza esa línea en sentido contrario. Hasta que un día…

El cuento de London no da miedo: fascina al mostrar que podemos ser seres totalmente diferentes, según nos lo propongamos, y por supuesto acorde a las circunstancias. Porque el Freddie Drummond / Bill Totts del relato mantiene dos entornos separados, y lo más grave que puede ocurrir en cada uno de ellos es que desaparezca. Tener una doble vida, dos vidas enfrentadas, no es nada del otro mundo; mejor dicho: es algo de otros mundos. La pareja sin nombre de Kundera no lo tiene tan fácil: tiene que ser otro en el mismo mundo, tiene que afrontar al otro sabiendo que es el mismo.

Puede ser un juego, puede clausurarse con una risa franca que nos devuelva al suelo firme de nuestro propio pasado. Pero ¿y si ya no está el suelo? ¿Quién no ha probado alguna vez una droga y ha gozado, arrastrado por un mar de sensaciones novedosas, una embriaguez fascinante, hasta sentir el oleaje de fondo de un lejano temor: ¿y si no hay vuelta atrás?

Este es el riesgo del juego de Kundera: la metamorfosis puede ser una vía de un solo sentido: una vez mutado en otro, es difícil encontrar el camino de salida del laberinto. Por eso me da pánico jugar a lo de autoestopista con una amante: por el riesgo de que nos toque quedarnos al otro lado, en compañía de un completo desconocido. Es terrorífica la frase con la que concluye el relato de Kundera: «Aún les quedaban por delante trece días de vacaciones».

El libro de los amores ridículos (RBA Editores, 1994) | Milan Kundera | 254 páginas | Traducción: Fernando de Valenzuela

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