La escoba del sistema
David Foster Wallace
Pálido Fuego, 2013
ISBN: 978-84-940529-1-0
521 páginas
23,90 €
Traducción de José Luis Amores
Fran G. Matute
Como en este país se hace todo mal o a destiempo o al revés, pues el caso es que la primera novela de David Foster Wallacenos ha llegado, convenientemente traducida, la última. Este hecho, aparentemente sin importancia, condiciona en gran medida el impacto que La escoba del sistema (1987) pueda llegar a tener en sus nuevos lectores. Sobre todo si ya se conoce en profundidad la obra del autor. Pues, queramos o no, esta novela terminará siendo comparada con su obra magna –La broma infinita (1996)- debido a los enormes paralelismos que se pueden establecer entre ambas. Así, en este caso, en lugar de percibir la segunda novela como la versión ‘redux’ de la primera (que es lo que es), tenderemos a mirar este debut con cierto paternalismo por ser, aparentemente, menos “ambiciosa” que la segunda, y así sucesivamente… De todas formas, estoy siendo evidentemente reduccionista, pues la obra de DFW (utilicemos ya su apodo ‘hipster’ para gusto del respetable) no se rige, en nuestra opinión, por géneros literarios sino por temáticas. DFW habla siempre de sus cosas ya sea en el formato que sea, como comentaremos más adelante.
La verdadera cuestión de fondo es, que siendo ésta la única obra inédita en castellano de DFW hasta la fecha, la expectación derivada de su publicación (como no podía ser de otro modo, ahora que el mundo de las letras hispanas está poblado de «fosterwallacenianos») era máxima. Y es que esta especie de milagro literario sucede gracias a una sola persona: José Luis Amores y su proyecto suicida, la editorial Pálido Fuego. Yo creo que no es consciente José Luis de cuánta felicidad trajo a este país hace escasos diez días -en concreto el pasado 21 de enero- cuando se puso a la venta La escoba del sistema y muchos corrimos a la librería más cercana y salimos de la tienda con una sonrisa de oreja a oreja y no pudimos aguantar por el camino y comenzamos a oler las páginas, a manosear la portada, a leer la contraportada, las solapas, y a hojear el libro… esa carta mecanografiada que principia la edición en la que un joven y petulante DFW solicita a la Frederick Hill Associates que le publiquen su primera novela, qué curiosa… y no me resisto, tengo que leerlo, a ver cómo empieza la novela y… “Las mayoría de las chicas guapas de verdad…” ¡Boom! Pupilas dilatadas. Ojos vidriosos. No puede ser. Primera palabra. Una errata. No me lo creo. No puede ser. La primera, en la frente.
Y me dirán, qué cabrón, Matute. Si de esa erratilla no se ha dado cuenta nadie. Porque la gente iba todo acelerada, queriendo leer, queriendo empezar La escoba del sistema de su Foster Wallace del alma. Qué más da. Es una “s” sin importancia. Se entiende la frase, ¿no?… Correcto todo. No tiene mayor relevancia salvo por un pequeño detalle: en mi humilde opinión, no es lo mismo encontrarte una errata en un libro de DFW que en un libro de otro señorcete cualquiera. ¿Por qué? Pues porque una errata en un libro de DFW puede llegar a tener, en algún momento, un significado. O no. Porque DFW es capaz de cualquier cosa. Hasta de incluir erratas queriendo, por ejemplo. O de hacer cosas muy extrañas en el texto que parecen erratas pero que no lo son. Así que si esa “s” fuera la única errata del libro, pues aquí Paz y después Gloria. Pero la triste noticia es que no es la única. Luego vienen algunas más -más de las que quisiésemos- y es entonces cuando te entra la esquizofrenia lectora paranoide. Pues tu cabeza no hace otra cosa que irse parando cada vez que detecta una frase, vamos a llamarla así, inusual. ¿Será otra errata o es DFW quedándose conmigo? ¿Será otra errata o una traducción forzada? ¿Será otra errata o me estoy volviendo loco? Y de una pequeña “s” terminamos convirtiendo el placer de la lectura en un puto infierno.
Nadie dijo que ser traductor y a la vez editor fuera fácil. Pero leer esta edición de La escoba del sistema es como asistir a un juego de espejos en el que puedes ver al José Luis Amores-traductor echándole la bronca al José Luis Amores-editor. O como cuando uno activa en el móvil el sistema de texto predictivo y lucha contra esa especie de posesión demoníaca que le entra al aparato y que te impone palabras que no son las que quieres escribir. Porque mientras la traducción de La escoba del sistema es de matrícula de honor, la edición la vamos a tener que dejar en un notable por culpa de esas pequeñas erratas que salpican el texto de vez en cuando.
Expurgados los pecados que nos han condicionado buena parte de la lectura de La escoba del sistema, confesemos ya, abiertamente, que esta novela es un nuevo espectáculo de DFW. Probablemente ningún fanático del autor vaya a encontrar grandes novedades estéticas en La escoba del sistema pero si, por un momento, fuésemos capaces de trasladarnos mentalmente a 1987, uno puede fácilmente imaginar que la aparición de esta obra debió de ser un auténtico ‘shock’. Fue DFW, verdaderamente, un narrador precoz equipado con un sinfín de recursos, todos puestos al servicio del deslumbramiento prosístico. Pero La escoba del sistema pone también de manifiesto que para 1987 DFW era un escritor poco curtido experiencialmente. Es por ello que observamos cierta inmadurez (propia, por otro lado, de un chico de su edad) en determinadas escenas que se proponen en la novela, como esas charletas de fumetas, esas constantes referencias nostálgicas al mundo universitario, esas relaciones de pareja absolutamente inoperantes o incluso esas reflexiones, algo pueriles, sobre el Correcaminos y el Coyote… pero, sobre todo, observamos dicha inmadurez en el enfoque tan teoricista que ofrece DFW de los temas filosóficos que pretende abordar en la novela.
No debe olvidarse, en cualquier caso, que La escoba del sistema fue ideada originariamente como tesis doctoral de ahí que se note especialmente la obsesión del autor por dejar constancia en la novela de algunas de las teorías lingüísticas de Wittgenstein, por mucho que dichas teorías sean defendidas por una anciana de 92 años que opina que todo lo que de verdad existe en la vida es lo que se puede contar sobre ella, otorgando así una entidad a la palabra escrita, a la narración, equivalente a la de crear vida. Una reflexión que no termina el lector de aclarar si con ella está queriendo DFW referirse a la importancia intrínseca de su propia novela, lo que sin duda resultaría bastante pedante.
Estamos pues ante una primera novela tierna pero que rezuma elitismo, intelectualmente hablando, por los cuatro costados. Pues así se presenta, con sus deformaciones y variantes, a la familia protagonista, los Beadsman. Ya hemos hablado de la bisabuela wittgensteniana, pero basta encontrarse con Stoney -conocido en el campus como El Anticristo, que es un genio echado a perder que se dedica a resolver las dudas de los estudiantes universitarios a cambio de drogas que guarda en una pierna de madera- o enfrentarse a una sesión de teatro familiar, para conocer que las relaciones interpersonales que presenta DFW son verdaderamente abstractas, más parecidas al juego de Toboganes y Escaleras que planea a lo largo de toda la novela que a verdaderas manifestaciones afectivas.
Esta «intelectualidad» es un elemento recurrente en la obra de DFW, pero siempre se ha tratado con el suficiente sentido del humor como para no alienar al lector medio. Pero considero que en La escoba del sistema,DFW no logra separarse del todo de ese prurito academicista que parece revolotear por todo el texto, sobre todo a la hora de plasmar determinados puntos de vista. Digamos que DFW no tenía por aquel entonces consolidada esa perspectiva irónica que desarrollaría en posteriores escritos. Tal y como se plantea en la novela, parece como si el DFW de La escoba del sistema viviera atrapado en su propia antonimia, como en una constante ‘contradictio in terminis’. Pues, con independencia de lo anterior, esta es con diferencia la obra de ficción más divertida de DFW gracias a las “bizarrías” que van apareciendo a lo largo del texto, con sus cacatúas parlantes que se convierten en predicadores televisivos, sus poderosos hombres de negocio deprimidos que pretenden engordar hasta acaparar el infinito, sus alimentos para bebés fabricados con el jugo de la glándula pineal (por cierto, referencia a lo más grotesco de la filosofía cartesiana), sus psicólogos de chichinabo dotados de un olfato exquisito… pues a falta de esa fina ironía que sólo puede otorgar la edad, DFW es un escritor cachondo como pocos.
Estamos pues ante una primera novela tierna pero que rezuma elitismo, intelectualmente hablando, por los cuatro costados. Pues así se presenta, con sus deformaciones y variantes, a la familia protagonista, los Beadsman. Ya hemos hablado de la bisabuela wittgensteniana, pero basta encontrarse con Stoney -conocido en el campus como El Anticristo, que es un genio echado a perder que se dedica a resolver las dudas de los estudiantes universitarios a cambio de drogas que guarda en una pierna de madera- o enfrentarse a una sesión de teatro familiar, para conocer que las relaciones interpersonales que presenta DFW son verdaderamente abstractas, más parecidas al juego de Toboganes y Escaleras que planea a lo largo de toda la novela que a verdaderas manifestaciones afectivas.
Esta «intelectualidad» es un elemento recurrente en la obra de DFW, pero siempre se ha tratado con el suficiente sentido del humor como para no alienar al lector medio. Pero considero que en La escoba del sistema,DFW no logra separarse del todo de ese prurito academicista que parece revolotear por todo el texto, sobre todo a la hora de plasmar determinados puntos de vista. Digamos que DFW no tenía por aquel entonces consolidada esa perspectiva irónica que desarrollaría en posteriores escritos. Tal y como se plantea en la novela, parece como si el DFW de La escoba del sistema viviera atrapado en su propia antonimia, como en una constante ‘contradictio in terminis’. Pues, con independencia de lo anterior, esta es con diferencia la obra de ficción más divertida de DFW gracias a las “bizarrías” que van apareciendo a lo largo del texto, con sus cacatúas parlantes que se convierten en predicadores televisivos, sus poderosos hombres de negocio deprimidos que pretenden engordar hasta acaparar el infinito, sus alimentos para bebés fabricados con el jugo de la glándula pineal (por cierto, referencia a lo más grotesco de la filosofía cartesiana), sus psicólogos de chichinabo dotados de un olfato exquisito… pues a falta de esa fina ironía que sólo puede otorgar la edad, DFW es un escritor cachondo como pocos.
Decíamos al principio que, en relación con DFW, hay que hablar de temáticas y no de géneros. Y esto es así porque, con independencia de que nos encontremos ante una novela, su estructura fragmentaria y sus puntuales saltos en el tiempo permiten al autor hacer con el formato lo que le venga en gana. Así que DFW no renuncia en esta novela, por ejemplo, a sus habilidades como relatista psicótico (que expondría luego, brillantísimamente, en La niña del pelo raro, a mi juicio, la colección de ficción más apabullante del autor) e introduce, a través de uno de los personajes -Rick Vigorous, editor de la Frequent and Vigorous- un sinfín de historias para no dormir que ayudan a enriquecer el tono esperpéntico de La escoba del sistema. Del mismo modo que encontramos ya en esta novela esa famosa dialéctica del (…), de la pregunta sin respuesta, del silencio figurado, inspirada en Kosinski, y que terminaría fructificando en sus Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999).
Quiere esto decir que a DFW le importa un bledo si está escribiendo una novela o un ensayo o una obra de teatro pues la forma, el género, no es nada para él, es simplemente una manifestación de cómo funciona su cerebro. No obstante, sí que le resulta obsesivo hablar de sus ‘trending topics’: la familia como institución seminal, el funcionamiento de los entes colectivos y las conspiraciones supraindividuales. Y es en este punto en el que las similitudes de La escoba del sistema con La broma infinita son tan fascinantes, pues encontramos en ambas obras el mismo lienzo familiar desestructurado (la familia Incandenza bebe profusamente de los Beadsman), la mismas ansias pseudodistópicas (al igual que en La broma infinita, en esta novela seguimos estando en el futuro, aunque en este caso sea muy cortoplacista, pues la acción se desarrolla básicamente en 1990, unos cuantos años después de la publicación de la novela), el planteamiento de aberraciones medioambientales (la famosa Gran Concavidad de La broma infinita parece tener su germen en el G.O.D., el Gran Ohio Desértico)… de tal forma que La broma infinita termina siendo una suerte de versión dopada de La escoba del sistema, con dos pequeñas diferencias: 1) que en La escoba del sistema no encontramos esas odiosas notas a pie de página y 2) que, si bien cuando uno lee las más de mil páginas de La broma infinita se queda con ganas de más, tras acabar La escoba del sistema parece que ni el propio DFW tiene interés en que sigamos leyendo (y ya entenderán esto cuando la acaben).
Así, la estimulante lectura de La escoba del sistema sirve no sólo para dar alpiste al cerebro sino para comprobar que DFW tenía ya todo su imaginario estético y temático metido en la cabeza a la temprana edad de 23 años. Resulta sorprendente (y hasta triste) presenciar cómo todas las fobias y filias que DFW desarrolló a lo largo de su carrera literaria ya se encontraban plenamente presentes en su primer libro. Es algo así como observar a un escritor que apenas ha evolucionado, lo que por un lado da miedo y por otro resulta insultantemente coherente. Leer ahora La escoba del sistema te hace comprobar que DFW no necesitó de tiempo para curtirse como escritor. Pues, el muy cabrón, desde el minuto uno, contaba ya con esa clarividencia meándrica que recorre toda su obra y con todas las habilidades literarias posibles, esas que terminaron convirtiéndose en marca de la casa. En su primera novela, DFW sentó todas las bases de su literatura. Pues eso. La primera, en la frente.
Genial, Matute, genial! Ay, cómo joden esas pequeñas erratas! Y una
«s» es muy importante. Si no que se lo digan al Psoe, que hoy por hoy ha perdido la «s» y hasta la «o».
Saludos,
José del Sur.
A mí esta crítica me ha dejado picueto, que por mi tierra -dícese el desierto- significa «gratamente sorprendido y un pelín chispeante». Jodidamente buena, FGM, esta puta crítica. De una clarividencia meándrica. Solo pondría un ‘pero’: el pueril en todo caso es el Coyote, no yo.
A usted.
Sr. o Sra. Matute:
Desde hace tiempo tengo una duda y no la he solventado por temor a que me cataloguen como «Cateto del Lustro».
¿Este DFW tiene algo que ver con Wallace Stevens? ¿Y con Jodie Foster?
Gracias de antemano, y perdone.
Claro que sí. DFW es el hijo de ambos… Solo que como Jodie Foster es marimacho insistió en ponerle su apellido primero… Eso lo sabe todo el mundo, vamos.
Tampoco había que ofender con lo de «Eso lo sabe todo el mundo». Aquí en la aldea, la última novedad que llegó al estanco fue «El sabor de la tierruca», de Pereda.
Los biógrafos subliterarios siempre han afirmado que DFW anduvo ahíto de horchata alicantina durante una buena temporada mientras hacía sus averiguaciones para ver si embarcaba en Transmediterrénea y escribir Algo supuestamente divertido que jamás volveré a hacer (o algo así). A mí las erratas me ponen mala porque considero que hay mucho empajillado del malogrado FW como para no echarle una mano gratis al señor Amores. La culpa de Amores no es incurrir en el erratismo errático sino no lanzar su SOS al ciberespacio a tiempo. De todas formas, me tiro a la papelería El Tinet a ver si tiene el libro. Este Matute es un chico audaz que si viene por Alicante también se va a hartar de chufa.
Como si no tuviera bastante con que siguiera adelante con su vida como si la mía no existiera, ahora encima tengo que soportar que le tire la caña al Matute.
Mariluz, estás haciendo más bien poquito para cambiar mis ideas sobre la crueldad de las mujeres estupendas que se saben deseadas.
Que quede claro que la única caña que se me ha tirado ha sido para degustar una horchata…