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Morir de inalterabilidad

La galaxia canibalCARLOS FRONTERA | Piensa en esto: cuando te regalan un libro, tú eres el leído y toda la pesca, esa clase de idas de olla. Es decir, ahora resulta que si te enfadas con alguien, si quien sea te saca de tus casillas, ese mosqueo dice más de ti, el ofendido, que de quien te ofende, digamos que retrata al afrentado —o sea, a ti—, que el sofoco es algo así como un espejo que te coloca frente a tus temores, a tus inseguridades, a tus neurosis, por ahí van los tiros.
La galaxia caníbal de Cynthia Ozick, por ejemplo. No se me escapa que estamos antes un libro con varios niveles de lectura. Cualquiera que acumule un buen manojo de libros a sus espaldas se percatará enseguida de que esta novela se mueve en varios planos: la cuestión judía tras la Segunda Guerra Mundial, la nueva América y su ramillete de oportunidades frente a la tradición europea, el poder salvador de la lectura, la educación laica versus la educación religiosa… Temas todos que Ozick despliega con pericia y maestría en esta novela —muchos de ellos ya los trató en la maravillosa El chal en menos páginas, lo cual siempre es de agradecer— pero que, sin embargo, están lejos de representar para mí el meollo del asunto.
En el París ocupado, Joseph Brill escapó de chiripa de los nazis, un golpe de suerte hizo que no se encontrase en casa cuando deportaron a sus padres y a sus hermanas. Otro golpe de suerte hizo que unas monjas le dieran refugio en el sótano de un convento, donde estuvo oculto hasta el final de la guerra sin más compañía que la de unos libros. Este hecho, ya de por sí bien jodido, no acabará una vez acabado. Muy al contrario, marcará su carácter y su forma de ser, le llenará la vida de muros mentales que le resultará imposible —o casi— saltar. Ya se sabe, los traumas acaecidos en la infancia condicionan de todas todas al adulto por venir, lo modelan y limitan, como si no fuese suficiente con haber vivido un infierno, que encima ese infierno habrá de repetirse a lo largo de la vida en la cabeza del pobre Joseph, ese otro confinamiento. Del pobre Joseph y de cualquier hijo de vecino, maldita sea —ya se sabe también: cuando te regalan un libro, tú eres el leído y toda la pesca—.
Una vez acabada la guerra, el bueno de Joseph Brill abandona su deseo de convertirse en astrónomo y, tras estudiar en la Sorbona, va a dar con sus huesos en un pueblecito en mitad de Estados Unidos, donde fundará y dirigirá por lo siglos de los siglos la Escuela Primaria Edmond Fleg. “Se veía a sí mismo en el centro de una Norteamérica cenicienta, dirigiendo una escuela de reputación media (aunque fingiera que era superior), asediado por padres medios con sus proles medias. Todo eso era una sorpresa para su edad madura, pero una sorpresa de tamaño medio.
Estaba acostumbrado a lidiar con lo Medio”. Buf. Y en lo medio permanece durante años, solterón amargado “que estaba muriéndose de inalterabilidad; estaba muriéndose por falta de muerte”, así lo medio e inalterable le resultase anodino y descorazonador a más no poder —venga muros mentales—.
Y, en esto, el espejo: Hester Lilt, madre de una nueva alumna de la escuela, filósofa con varios libros publicados, mujer de gran inteligencia, sagacidad y, por qué no decirlo, su poquito de mala leche, que abruma y fascina a Joseph Brill y lo coloca frente a sus temores, a sus inseguridades, a sus neurosis, los tiros antes mencionados, los muros. “Usted no avanza. Está clavado en su lugar. Es un hombre que se da por vencido demasiado pronto. Deduce el futuro a partir del presente. Igual que todos los déspotas. Está estancado”, reflejos así son los que le ofrece Hester Lilt.
Cómo reaccionará Joseph Brill al ver la imagen que le devuelve ese espejo, si le echará dos pares de narices, si lo hará añicos o lo cubrirá con una manta, son cuestiones que, como comprenderéis, no pienso desvelar. Para eso está el espejo, digo, el libro. Un libro cuyo meollo me ha resultado más jugoso que sus aledaños, al que quizá le arrancaría algunas capas, esto es, algunas páginas —tengo tendencia a lo breve, qué le vamos a hacer, tal vez hubiese puesto el punto y final unas páginas antes, cosas mías—, un libro, digo, un espejo ante el que no es cómodo enfrentarse pero que aplaudo y celebro y qué triste guasa los infiernos repetidos, reproducidos hasta la saciedad.
La galaxia caníbal (Mardulce, 2017), de Cynthia Ozick | 270 páginas | 15 euros | Traducción de Ernesto Montequin

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