CAROLINA LEÓN | Muy al principio fue la pereza. ¿Qué historia está esperando a ser contada, aún, y merezca la pena seguir durante setecientas páginas? Bien es cierto que nos metemos historias a punta pala, que consumimos las horas de un fin de semana visionando tres temporadas de una serie. Me la quieren vender como la “gran novela” (americana) y me pongo en guardia. Pero el libro grueso me mira desde la mesilla de noche, hasta que por fin me decido a abrirlo.
¿Qué cosa tan importante nos has venido entonces a contar entonces, Jonathan, a estas alturas? De muchos años lectores, he concluido que no se debe leer ficción para masajearse el ego, para curar la conciencia o tratar de aprender lecciones. El escritor de esa ficción “pedagógica” peca de presuntuosidad y el lector de ingenuo. Y la relación que se establece a través de ese relato es desigual, unidireccional, interesada. Hay veces en que me gustaría que cierta tradición novelística desapareciese, por completo, y regresar a una fase originaria como de lectora de Julio Verne. La que simplemente disfruta.
Pues ahí, cerca de la página cien, casi había dejado atrás mis prejuicios. Esta novela, la primera del norteamericano con la que me meto, estaba siendo un lugar ideal para escapar de mis circunstancias, para inventarme excusas con las que suspender el tiempo en la lectura, toda vez que podía. Oh, ese placer inconmensurable. Pero ¿qué me quería contar Jonathan acerca de la palabra de su título? ¿Era éste otro novelista “pureta” que me haría recorrer sus setecientas páginas, sumergirme en los avatares de cuatro personajes de corte contemporáneo, con experiencias dispares de la vida, enmarañados entre sí, para darme una “lección”?
Cuando estaba avanzando sobre la mitad del libro, comencé a encontrarme artículos promocionales del mismo. Mierda. Quiere que aprenda sobre la maldad inserta en la exhibición de la vida hasta el más mínimo detalle a través de las redes sociales, sobre la compulsión de transparencia y el revelar secretos. No es ése el libro que estoy leyendo, hay trampa en alguna parte.
Pero Jonathan resultó ser más elegante que eso. Jonathan me dejó transitar por las sucesivas partes, como navegando de época en época, de California en los dosmiles a la RDA de los ochenta, de Denver a Bolivia, y de personajes sesentones a los que se les pudren los ideales a la post-adolescente que no tiene ni idea de lo que significa el verbo “redimirse”, ni tampoco la “pureza” que irradia el nombre que no usa, y todo lo que quiere es sobrevivir. Jonathan resultó tan elegante como para dejarme juzgar por mí misma si los personajes estaban un poco desequilibrados, si se les nublaba la razón, si sus motivos se contradecían con sus acciones. Resultó, al cabo, que Jonathan quería que yo decidiera dónde estaba la pureza, si es que estaba.
Si quería o no darnos una moraleja con su “Pureza”, no me importó demasiado al cerrar la novela. En el follaje de sus historias entrelazadas encontré una serie de personajes atravesados por los secretos en sus biografías, por la compulsión contemporánea de revelarlo todo o por el deseo de no quedar corrupto por la podredumbre generalizada. Encontré personajes tanteando, cuales ciegos, en identidades que se reinventan, en oscuridades del alma. No lecciones.
Lo más importante de todo es que Jonathan pretendió escribir una historia, una más, dándole mucho aire a la misma, de escritura que no puedo calificar de “sublime” sino más bien de “gozosa”; abordando a sus personajes, cual canales, desde diferentes ángulos, poniéndolos en relación y manejando en su prosa tantos matices psicologicistas y sociales que realmente te dejaba estar con ellos, sentir con ellos, tomar distancia o acompañarlos.
Es verdad que esa tradición de “gran novela” ha tenido, a lo largo de la historia, encarnaciones pedagógicas, aleccionadoras. Llamativamente, el norteamericano transita todo tipo de aguas y no se queda a decirte qué está bien y qué está mal. Lo “moral” está inscrito, la carga del mundo pesa, pero el lector no se siente violento ante ello. Y te deja disfrutar como una zorra, como si se tratase de la mejor serie de televisión de moda que puedas echarte a la cara. Con seis temporadas y un personaje, Pip (Purity), simplemente genial.
Sumergirse en un libro que todo el mundo espera con las antenas levantadas tiene sus recompensas.
Pureza (Salamandra, 2015), de Jonathan Franzen | 704 páginas | 24 € | Traducción de Enrique de Hériz