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Poesía feliz

Jesús Cotta

RAFAEL ROBLAS CARIDE | La poesía de Jesús Cotta tiene una rara virtud: contagia optimismo y buen rollo. Hoy, enésimo día de confinamiento por coronavirus, llega hasta mí su último poemario, titulado Niños al hombro. Lo sostengo entre mis manos y, después de abrir sus páginas, la casa se me ha llenado de luces de oro, galaxias celestes, ríos saltarines, soles nuevos, risueños angelotes de Botero. Y sonrisas, muchas sonrisas amplias y felices como las de su autor. Quien dijo que la Poesía ha de ser triste no tenía ni idea. O no conocía al amigo Cotta, siempre con la alegría a cuestas, como estos niños que hoy se pone al hombro (¿quizás a sí mismo?) para cantarle al universo y dar gracias a Dios.

El poemario comienza con una precisa declaración de intenciones –en alejandrinos asonantados– que describe el momento del descubrimiento de la poesía y, por tanto de la caída desde el plano de la inocencia del niño hasta el plano de la inocencia del poeta, ambos similares en el fondo pero diferentes en la forma por culpa del malditismo intrínseco de este último oficio:

Desde aquel escozor con estrellas clavadas

a los árboles trepo, bebo cielo en sus copas

y me alejo del suelo para ver a los ángeles,

la poesía bien alta, pero las alas rotas.

Alta poesía que, en el caso de Cotta, no posee malas raíces, pues él mismo reconoce entre sus influencias las de San Juan de la Cruz y las de Lorca, bastante evidentes, por otro lado, en el fluir de su verso. Aquí, la imaginería y los símbolos inequívocos del carmelita (“Dejé mi cueva, me comí las flores, / el bosque atravesé con las lianas / que me daban tus árboles…”). Allí la rotunda sonoridad del más tierno Federico (“Cómo brillan las cerezas / cuando cae el chaparrón / y espanta a las oropéndolas. // Se ríe el sauce llorón. / Se colorea el madroño. / Se tensa el chopo temblón…”). Mas, sobre todos los ecos resuena el Cotta más personal, el más íntimo, que destaca con poemas reflexivos donde el amor se corporeiza sobre el fondo, muy difuminado, como en “Nacer para siempre”:

Si naciendo escapé de la nada,

mi existencia será para siempre.

Morir es no haber sido engendrado.

Quien no nace no muere.

Desde el día en que fui concebido

he vencido por siempre a la muerte

aunque el viento se lleve mis átomos

y sople muy fuerte.

Eso sí, ¿qué será de mí, solo,

y tan lejos del sol, tan ausente,

sin espacio ni tiempo ni mundo

donde tú me quieres?

Porque, aunque, amante del mundo, el poeta proyecte su amor sobre todas las cosas, no obstante prevalece sobre esa acción un tú: una amante con nombres y apellidos, cómplice y sujeto paciente del poema. De ahí nacen las composiciones más eróticas (en el más completo sentido de la palabra) del poemario que, curiosamente son las más académicas ya que sustentan su forma apoyadas sobre los catorce endecasílabos del soneto (heterodoxos sonetos, todo hay que advertirlo, aunque sonetos, al fin y al cabo). Para muestra el botón de “Fértil creciente”, hermosísimo canto a la mujer con alusiones al lejano Egipto.

Y ahora cuando despiertas te pareces

a fértiles crecientes, un dechado

de flores es tu pubis, arbolado

delta, reino de pájaros y peces

que emigran a mis valles. Me embelleces

como un río con bosques y sin vado

que es peligroso atravesar a nado.

Me gustas florecido, me enterneces

con tus sueños de Nilo en un bajío,

en la garganta un ibis y un salterio,

península tu sexo y un misterio

en desiertos tu amor de regadío.

Eres creciente y fértil. Me apeteces

porque eres como el Nilo cuando creces.

Aunque, traspasada esa fase de plenitud amorosa, el poeta regresa a su senda más reconocible y cotidiana. Desfilan entonces por sus versos los más cercanos: la hija, la madre, los hermanos, los amigos. “Hay mucho amor en esta casa. Mira / cómo se apartan de ella las tinieblas”, llega a exclamar Cotta en endecasílabos asonantados –siempre la asonancia en él–, exorcizando así todos los demonios de su entorno, en “Mientras todos duermen”. Y este amor fraternal y familiar se mezcla con el amor hacia Dios y lo trascendente también, fluyendo por medio de un verso falsamente ingenuo, caracterizado con una ternura infantil tan exagerada que algún crítico ha llegado a calificar de naif. “Cuando la Virgen vino a mi casa” es un ejemplo excelente de esto que apuntamos, amén de un delicioso modo de agradecimiento filial por las creencias que le fueron inculcadas dentro del seno familiar.

Cuando la Virgen vino a casa, nadie

la vio entrar y sentarse con nosotros

a la mesa a comer gazpacho y uvas,

pero la oímos todos.

Se oía si guardábamos silencio.

Brillaba si entornábamos los ojos,

Mi madre le servía la comida,

aunque comió muy poco.

Habló de corazón a corazón.

Dio gracias a mi madre por nosotros.

Sentimos su perfume y sus estrellas

bendiciéndolo todo.

Mi padre que la había convidado

callaba y no cabía en sí de gozo.

No hubo aquel día gritos a la mesa

ni bronca ni alboroto.

Gracias, papá, por invitarla y darnos

un recuerdo que espanta mis demonios.

Desde entonces la Virgen me visita

y desde entonces no me siento solo.

La brevedad del libro hace que el discurso no se prolongue mucho más, rematándose este graciosamente con un breve apéndice complementario de coplillas (soleares, coplas y seguidillas), que, con un eco muy antoniomachadiano, ponen el colofón a esta nueva entrega con la que Cotta intenta subir un nuevo peldaño en su producción lírica.

En silencio y soledad,

cuando todo se haya ido,

apaga todas las cosas

y deja a Dios encendido.

Niños al hombro supone un paso más en esa poética de la felicidad y del cariño que lo caracteriza, sumando muchos haberes en la cuenta global. No obstante, y tal como ya anotamos también en A merced de los pájaros (su primer libro, igualmente comentado en Estado crítico hace ya algunos años), tampoco resultaría justo disimular el hecho de que, en algunos momentos, la voz del poeta tiende a quedar entrecortada en el discurso dada su falta de uniformidad tonal e, incluso, temática. Quizás un proyecto previo de la obra o una selección posterior de las composiciones que la integran puedan solventar en un futuro este ligero desacierto, y sustenten con mayor solidez la palabra de un autor originalísimo que, a fuerza de estallidos de luz, nunca nos defrauda, consiguiendo siempre contagiarnos de su optimismo a flor de verso. Y eso, en los tiempos que corren actualmente, es impagable.

Niños al hombro (Cypress, “Poesía al Albur”, 2019) | Jesús Cotta | 64 páginas | 9.50 euros

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