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Que la poesía no se arrastre por el suelo

JUAN CARLOS SIERRA | Escribir un poema de, desde, en, sobre el amor conlleva sus riesgos y creo además que, al contrario de lo que pudiera parecer a la mayoría, es una tarea muy difícil. Embarcarse en la aventura de escribir todo un poemario de, desde, en, sobre el amor me parece, pues, una temeridad de la que no todo poeta sale indemne.

El amor y la poesía andan juntos desde el principio de los tiempos, pero, como ya advirtió Antonio Machado, la historia y sus condicionantes influyen decisivamente en esa relación. La poesía –y la literatura en general-, tanto en lo tocante a su creación como en lo relativo a su recepción, está imbuida de un prejuicio romántico desde el siglo XIX que apunta a su esencia, a su naturaleza: la poesía es expresión de los sentimientos más auténticos y profundos de un ser exclusivo, especial, el poeta, y –no lo olvidemos- el amor es el campeón de esa sentimentalidad y de su expresión literaria. Escribir desde esta premisa quizá queda un poco anticuado, ingenuo o naif, pero sobre todo es muy arriesgado, porque, entre otras cosas, se corre el peligro de caer en obviedades, en lugares comunes, o de resultar cursi. Bien es cierto que el actual ecosistema lector mayoritario parece que está demandando de un tiempo a esta parte este tipo de poesía cursi, simplona, romanticona,… y que hay editoriales que han apostado firmemente por ella -¿quién fue antes el huevo o la gallina?-, pero parece cierto también que esto no hace más que estancar a la poesía en algunos de sus pecados mortales históricos.

Con estos mimbres, con estas prevenciones, abordamos el último poemario de Ben Clark (Ibiza, 1984) titulado ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo?, publicado por una de esas editoriales que están aprovechando el tirón de esa demanda que antes comentábamos, nutrida desde el ciberespacio por ‘poetas’ youtubers, instagramers, tiktokeros,… con legiones de seguidores, como ocurre con su último premio de poesía, el venezolano Rafael Cabaliere, del que editorialmente nada se sabía e incluso se llegó a sospechar que se trataba de un robot o de una aplicación fabricadora de versos o, más bien, de líneas de texto.

Ben Clark, por el contrario, es un poeta consolidado, premiado –Hiperión, Ojo Crítico, Loewe,…-, de obra reconocida y reconocible, y de altísima calidad. Creo que, en este sentido, basta recordar títulos como su debut en español Los hijos de los hijos de la ira de 2006, Mantener la cadena de frío (2012),escrito a cuatro manos con Andrés Catalán, Los perros de Shackleton (2016) o el magnífico La policía celeste (2017). La poesía de Ben Clark, desde sus inicios, siempre ha dejado una huella profunda en sus lectores, quizá no muy numerosos pero sí fieles a su sello, a su voz, a sus maneras poéticas, a su vuelo lírico, a sus versos que a veces acarician y susurran y otras golpean duro y directo en la conciencia del lector, a su no ponérselo del todo fácil al lector.

Por todo esto llama, de entrada, la atención que el último libro de Ben Clark esté publicado en la casa de los poetas del ciberespacio –tan alejados de la realidad poética y de la misma poesía-, pero por otra parte abre una puerta a la esperanza: al fin se publica en este espacio de la subpoesía algo a lo que realmente se puede llamar poesía. Bien, pues sí y no. Me explico.

En ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? hay poemas reconocibles de su autor, de una elevada calidad lírica, como nos tiene acostumbrados a sus lectores habituales, pero entre los textos que componen el poemario también se cuelan -¿a propósito?- poemas que bien podría haber escrito Rafael Cabaliere o incluso un robot. Desde el inicio del poemario advertiremos esas dos líneas, esos dos tonos: ‘El amor debe existir’, primer poema, es plano, de perogrullo, mientras que ‘El silencio’, segundo texto del libro, sin ser un poema espectacular –que los hay en ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo?– apunta a otra forma de entender, escribir y leer la poesía, algo más elaborado, exigente y, sobre todo, algo que propone una mirada alternativa a la realidad que se traduce en el discurso poético, en el lenguaje, que si no es radical, sí que conmueve al lector. De modo que ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? transita por estas dos vías, la más facilona para lectores impacientes, apresurados, y la que busca los matices, la que indaga en la realidad, amorosa en este caso, persiguiendo un lenguaje que se mete en los recodos menos comunes o alumbra con una voz diferente los más habituales. Creo que el libro que reseñamos se nutre fundamentalmente de estos últimos poemas –o eso quiero pensar a falta de la objetividad de la estadística y la matemática-; es una pena que un libro como este quede lastrado por poemas que a veces podrían pasar por un slogan publicitario, por los consejos de un coach –sea eso lo que sea- o se reduzcan a simples obviedades como muchos de esos versos sin título que aparecen de tanto en tanto: “Si sufres por amor/ es que ya no hay amor” (página 22) o “No hay nada que temer en el amor. / Lo hacemos sin saber cómo lo hacemos” (página 44) o “Amar me hace feliz/ y eso me hace amar mejor” (página 56). Incluso en uno de ellos Ben Clark insinúa que admite lo cursi como posibilidad válida en su escritura amorosa: “Yo, que he sido extranjero en todas partes,/ he encontrado un país en tu ternura.// (Y cuando leas esto, recuerda algo importante:/ que sea un poco cursi no lo hace menos cierto)” (página 50). Por supuesto que no lo hace menos cierto, pero el poeta no se puede conformar con eso, sino trascenderlo, superarlo, porque lo cursi es uno de esos pecados mortales que la buena poesía ha de esquivar, aunque aceche constantemente con sus atajos.

No obstante, como ya se ha apuntado antes, predominan los buenos poemas, que muchas veces devienen de lecturas provechosas. Textos como ‘Envídiame, yo puedo amarte aún’, ‘Ojalá’ o ‘Con’ saben a Bécquer en su uso del paralelismo y de la emoción, el oxímoron del verso final de ‘Cuando te beso’ nos lleva directamente a San Juan de la Cruz, ‘Atreverse’ trae ecos del archifamoso soneto amoroso de Lope de Vega que comienza con ese mismo verbo, y los poemas más narrativos, más claros, más aparentemente sencillos funcionan bien cuando el poeta introduce una variante que quiebra las expectativas, como en los mejores poemas de Ángel González –‘Si llega el fin del mundo’, por ejemplo-.

Ben Clark sabe de poesía, ha leído mucho y bien, ha traducido –que es quizá la mejor escuela poética-, ha demostrado que es un poeta de una pieza, de calidad y con una proyección envidiable. El conflicto, no obstante, está aquí planteado en forma más bien prosaica: continuar esa línea ascendente, cuidadosa, que suele ir de la mano de un más que seguro exiguo número de lectores o dejarse seducir por los cantos de sirena de la subpoesía para salir de ese círculo mínimo de lectores fieles y exigentes para abandonarse en los brazos del éxito de público y de cierto tipo de crítica. En este sentido, entiendo que ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? es un libro fundamental en la trayectoria poética de Ben Clark, porque puede marcar su futuro como poeta. Ojalá la decisión no suponga dejar a la poesía por los suelos.

¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? (Espasa, 2020) | Ben Clark | 96 páginas | 12,90 euros

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