MANUEL MACHUCA| Cuando el cuerpo se vuelve inútil, la mente sigue corriendo como un sabueso a lo largo de unas ya trilladas pistas de neuronas, siguiendo el rastro de las preguntas que se repiten: la confusa familia de los porqués, los qués y los cuándos, y su extremadamente alejado familiar el cómo.
El sonido de un caracol salvaje al comer es, a decir de sus editores, y cito textualmente de su página web, «un ensayo ligero y de una belleza honesta sobre la enfermedad, sobre cómo a veces son las pequeñas cosas que ocurren en nuestras vidas las que nos hacen darnos cuenta de lo que realmente importa y de quiénes somos». Elisabeth Tova Bayley, seudónimo de la autora, que no puede revelar datos de su identidad debido a la enfermedad que sufre y que limita su contacto con el mundo exterior, recibió diversos premios y reconocimientos por esta obra*.
El argumento es el que sigue: durante un viaje en invierno a Europa, la escritora contrae una extraña enfermedad de origen vírico que acaba por postrarle en la cama por tiempo indefinido, provocándole una debilidad extrema y una brutal dependencia al no poderse valer por sí misma. Después de varios meses, coincidiendo con la llegada de la primavera, una amiga que la visita, por alguna razón que se le escapa a quien suscribe, se fija en un caracol que cruzaba un sendero a su velocidad habitual y decide llevárselo a la autora. Para que el gasterópodo no sufra, coge unas violetas silvestres que crecían en un borde y las trasplanta a una maceta vacía del jardín de la enferma, en la que colocará al baboso animal para que pueda tener una segunda vivienda además de su propia concha. Una noche, Elisabeth escucha un sonido extraño y se da cuenta de que lo produce su nuevo vecino el molusco al comer, y a partir de ahí se desarrolla la historia, una intensa relación que le proporciona a la enferma, y cito sus propias palabras, una nítida sensación de compañía y espacio compartido.
Tenía mucha curiosidad por leer este ensayo. Los prejuicios suelen ser por lo general, traicioneros, y lo digo tanto en un sentido como en otro, puesto que a veces producen efectos contrarios al esperado. Este ha sido mi caso, y es probable que yo tenga una importante cuota de responsabilidad, porque creó en mí unas expectativas que no he visto cumplidas. Y por ello comenzaré por el mea culpa.
Cuando leí la información que proporciona la editorial, supuse que lo que me iba a encontrar es un ejemplo de cómo la enfermedad nos permite fijarnos en pequeñas cosas, de la capacidad que nos otorga el hecho de que el tiempo se vuelva más lento, que la vida humana y la del caracol se equiparen y permitan encontrar un espacio temporal y físico de relación. También éramos nosotros, dice la autora en referencia a su relación con el molusco, una colonia de solitarios ermitaños. Durante las primeras páginas mi esperanza se reafirmó, creció en espiral cual concha de caracol, hasta que llegó la malacología.
Esperaba que fuera el dolor el centro de la historia, que el pequeño caracol fuera la princesa del relato, el motor de curación, el desencadenante del proceso, el que hace abrir los ojos a la realidad de la vida. Sin embargo…
Muy pronto, el libro da un giro brusco para mis expectativas y deja de ser la historia de una enfermedad dura e invalidante en la que el caracol enseña a sobrevivir para convertirse en una versión 2.0 de Quién se ha llevado mi queso. Y, páginas después, una nueva transformación lo hace evolucionar a un curso acelerado de malacología hasta el final, a cuyo conocimiento se aferra la autora para sobrevivir.
Resulta muy humano asirse a lo que sea para subsistir, para soportar un dolor, ya sea este físico o emocional. Cada cual nos agarramos a algo de entre lo que tenemos a mano para soportar una losa que no esperábamos que nos aplastara. El cabo que nos mantiene sujetos puede tener una composición muy diferente según el caso, y puede ir desde las traviesas de una atestada patera en medio del mar Mediterráneo hasta algo más metafísico como la religión. Incluso un caracol. Para la autora, aquel caracol, y el estudio de la malacología, fue su salvación, y vayan por delante mis respetos, pero trasladar lo que he entendido como una experiencia personal a la literatura no lo acabo de ver, porque como lector no me he visto impulsado a otra cosa que a aprender malacología. Y, la verdad, me ha saturado un poco.
En mi opinión, no hubiera habido cambios significativos en el resultado de la obra si en lugar de una enferma víctima de una extraña virasis, el protagonista hubiera sido un jubilado que se sienta en un banco del parque y observa un caracol escalar por el tronco de un árbol. O un parado, o un vigilante jurado. No tengo la certeza de que sea tampoco un ensayo. Parece más bien un libro de divulgación científica novelado, porque tampoco es una novela ya que nada pasa. Se me escapan los premios y galardones literarios recibidos, y me gustaría que no se me interpretase mal, si no es por la compasión ante una enfermedad tan dura y la admiración ante el indudable acto de heroísmo y el mérito de la persona a la hora de afrontar su situación, tan valorado en los Estados Unidos de América y en sus individualistas religiones dominantes. Pero eso, creo, no es literatura. Es mucho más si se me permite, y por ello, en lugar de premios literarios lo que debería hacer si su estado de salud se lo permitiera, sería impartir conferencias para ayudar a otros como ella a superar el trance que han tenido que experimentar.
En definitiva, ciento cincuenta y dos páginas que se me han hecho muy largas sin que ello menoscabe mi respeto y admiración a la persona que hay detrás. Dice el escritor colombiano Mario Mendoza que escribir es resistir, y estoy de acuerdo. Pero resistir no es escribir.
*Premios y distinciones de la obra y de la autora:
Premio Internacional William Saroyan de No Ficción.
Medalla John Burroughs para Historias Naturales Distinguidas.
Premio Nacional de Libros al Aire Libre en la categoría de Literatura de Historia Natural.
Nominaciones al Premio Pushcart y mención destacada en el listado de Best American Essays.
El sonido de un caracol salvaje al comer | (Capitán Swing, 2019) | Elisabeth Tova Bailey| Ensayo| 152 páginas| 16,50 € |Traducción de Violeta Arranz