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You are a liar!: esto no es un placebo

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Comenzaré por el final: gracias, Bárbara. La lectura de este libro ha sido uno de los placeres, que no placebos, de esta temporada. Y más allá de su lectura, que como intentaré expresar más adelante me ha resultado un caleidoscopio de emociones, también he hallado el placer de afianzar la sospecha de que las nuevas generaciones de poetas renombrados como millennials o milénicos, esas que han inundado las colas de la ferias con firmas digitales de chascarrilleros o en el mejor de los casos versificadores, guarda en su interior un núcleo de disidencia cuyas obras, implícita o explícitamente, está en claro desacuerdo con el sistema imperante (hablando en plata, disienten de la estupidez o del caradurismo). Porque al margen de la turba escribiente de tiktokeros, instagramer y otras sufijaciones varias, sobresalen algunos nombres en las nuevas añadas, que no por jóvenes dejan de tener en sus barricas un futuro de crianza y hasta de reserva. La onubenses Bárbara Grande es, a mi entender, uno de estos.

Lejos de la egomanía generalizada de muchos que se sientan delante de un espejo sobre su yo a secas (ni poético ni lírico ni adjetivos por el estilo que puedan interferir en su yo único, maniaco y absoluto) encontramos poetas como esta de la que hoy escribo y que en este Placebo manifiesta una más que evidente evolución desde su primer y ya prometedor libro Vértigo (2016). Hablaba del esto porque la poesía de Bárbara Grande se sitúa en una sabia equidistancia entre la despersonalización del yo, lo experiencial y de la radical distancia entre vida y poesía. Parece más bien, que la poesía de esta autora se sitúa en un no-lugar donde desde el anonimato todos nos reconocemos. La anécdota se transfunde en los poemas con la memoria, los sueños y las emociones distorsionantes, esas representaciones mentales que consiguen alcanzar la trascendencia. Y en esta transfusión se produce la siempre esperada traslación del yo en el otro. Al fin, el calambre de convertir lo tangible, lo temporal y finito en un absoluto perdurable más allá de los hechos. “Este es mi cuerpo que se abre” escribe la poeta y con ello, nos está abriendo de par en par, como escribiera Valente “sus inexhaustas puertas”. Las puertas de un cuerpo-mundo que ahora es mío con sus límites precisamente confundidos.

Para que no quede duda del ejercicio centrípeto y centrífugo de autoexploración que se aprecia en este poemario y del dominio del acto escriturario, la poeta ha tenido la generosidad de añadir una Notal Final a su Placebo. Muchos son los que opinan que un poeta nunca debería explicar su obra. Pero yo disiento de estas frases taxativas de cenáculo de botellín. Aun considerando cierto que no es estrictamente necesario, cuando una autora —un autor— completa su poemario con una reflexión sobre su propia poesía está haciendo un doble ejercicio de creación, está practicando una respiración anfibia, un desdoble de su capacidad generadora en cuanto el pensamiento es una forma de creación. Si a un pintor no se le recrimina que complete su cuadro escogiendo el marco delimite su obra, ¿por qué tachar de superflua, incidental o fortuita la delimitación que el poeta hace de la suya? Nada de eso, en su reflexión final Bárbara Grande nos desvela con conocimiento y sinceridad su estar poético y nos coge de la mano cuando ella quiere para acercarnos a los confines remotos de su imaginería más secreta. Por una parte, delega a este prólogo-epílogo lo puramente confesional, es decir, está postergando el yo lírico dialógico al paratexto al reconocer que en la escritura ha encontrado “una terapia alternativa, un antídoto”. También nos plantea una aclaración que ya en sí misma es una teoría poética “He insistido en extraer de los sueños más profundos las claves para nombrar la realidad y sus aristas […] Mi principal propósito ha sido emplear la anécdota como punto de partida para buscar lo esencial”. Y si el lenguaje, al nombrar, supone ya de por sí un deslizamiento del significado, el lenguaje poético eleva los pies del suelo y salta. Rastrear lo real para trascenderlo es (y ahora parece que la taxativa soy yo) obligación del artista: “existen espejismos en el horizonte e imágenes invertidas que surgen no por cambios en la densidad del aire, sino por una incansable observación de la realidad”. Con esta teoría poética, la poeta está definiendo la ineludible escisión a la que se somete el artista: partir del yo y aniquilarlo de imágenes. Porque la poeta habla de mí y esa es la prueba inequívoca. En este diálogo confesional con el lector, está relegando el yo lírico a un honroso segundo plano y con ello está otorgando el trono del poemario al sujeto poético que nos habla en primera persona de nosotros mismos. Pues con esta autoridad se adentra Bárbara Grande en los espacios enigmáticos de su maduración, de su entrada plena en la adultez, a través de las cuatro partes que componen su libro: “La grieta”, “Dreamers”, “Concierto privado” y “Decido y mando”.

La primera parte del poemario supone la “reflexión ineludible” del tránsito inaplazable, la llegada a y el abandono de; el tiempo en que uno descubre que “De repente un día / tu gato no quiere que lo acaricies”, el gato que ahora solo lame “el capricho infinito / de no ser más tú”. Es la estación del reconocimiento, de la autopercepción del cuerpo que se abre —ecce corpus, y de la difícil huida del tiempo y su anclaje. Hay en estas “grietas” una dulzura dolorosa, una punción de colmillos de jabalíes de donde mana la revelación. El esfuerzo supremo consiste en “terminar mi tarea del yo / mientras me pongo en la piel de otro”. Y en esta tarea de búsqueda, la ardua labor de encontrar en la escritura un acto de fe minúscula solo en lo formal, si no, vean qué lejos la ceguera:

Busco a Dios donde ya nadie lo escribe,

entre mi retina y mi nuca,

en la grieta.

Lo busco donde antes estaba,

en la candidez o la inocencia.

Lo busco y pienso:

me hubiera gustado enseñarle todo lo que no está escrito.

Decirle, mira:

yo también creo.

(Plástica)

Y también hay en los poemas de Grande un flujo de pensamiento que se apodera de la forma. Esto es importante en cuanto el fluir de los versos no exige aquí, como tal vez esperarían los medidores de sílabas, una escansión que averdugara el poema (cuánto soneto bien medido reclama su vertedero). Más bien hay un ritmo expresivo que aviva y cataliza la emoción, la atomiza en las infinitas lecturas que lo reciben.

La segunda parte del poemario, “Dreamers”, escoge más visiblemente la anécdota vital como punto de partida. Los hechos deshechos por la metáfora, los símbolos del tiempo presente, la decepción, el arrebato, la búsqueda de comprensión: “He llamado a todos los desconocidos posibles / suplicando algo de humanidad” y la asunción, la salvación de uno mismo: “Nadie tiene que salvaros / es tarea propia”.

“Concierto privado” puede entenderse en la integridad de sus cinco poemas como un poemario amoroso en el que el yo de los poemas se abre a los otros desde la singularidad de los pronombres. Hay aquí ciertas claves musicales (no en vano la autora compagina la escritura con la música), convite al que acuden como invitados Los Planetas, Nick Cave o Bob Dylan, que son el contrapunto experiencial a la emoción lírica que sigue sin abandonar la obra.

El poemario culmina con “Decido y mando”, un ejercicio —según la propia autora— de retrospección y un intento de plantar cara a sus pesadillas juveniles. Y de la mano de esta privilegiada guía nos adentramos en un espacio de superación y supuración de los años en que tal vez ni siquiera la inocencia consiguiera liberar el interior convulso: “Me dieron el secreto de la vida demasiado pronto”. También encontramos ahí los sueños de la infancia y la adolescencia convertidos ahora en mitologías personales. Y una ensimismada obsesión por el conocimiento como pago de deudas, como reafirmación y quizá como exorcismo:

“Quiero pagar,

ahora que sé y que soy mayor,

que paso por mi propio vientre,

que decido y mando”.

(Custodia)

«Quiero saber, saber.

Como si yo existiera, diminuta”

(Padres)

Si en muchas ocasiones personales de mi vida me hubiera gustado mucho más que decir “ha sido un placer”, exclamar tajantemente “ha sido un placebo”, en este caso invertiría los términos. No he encontrado en este Placebo ningún fruto del simulacro. No más falsos efectos que el de la ficción que todo buen poema construye desde la experiencia. Todo en la lectura de este poemario ha sido placentero, con las pulsiones oscuras que también conlleva el placer. El placer hiriente, amable, punzante, doloroso, tierno, posible, de reconocerme.

Síganle la pista a esta poeta. Y ya solo me queda terminar por el principio: muchas gracias, Bárbara.

P. D.: Recuerda la poeta en su Notal Final la anécdota de Dylan en 1966, cuando en su concierto en Manchester Keith Butler le gritó desde el público “Judas! I dont’ believe you. You are a liar!”, al no entender que apareciera con un formato eléctrico en vez de su tradicional acústico. Qué bien que a veces la estulticia nos permita gritar como Dylan a su banda: “Play fucking loud!”. Pues ya sabes, Bárbara, sigue así, tocando jodidamente fuerte.

Placebo (Renacimiento, 2022) | Bárbara Grande Gil |72 páginas | 9.41€

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