JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | En sus Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino afirmó: “la fantasía es un lugar en el que llueve”. Ninguna frase mejor para definir los territorios literarios de la mexicana Fernanda Melchor (Veracruz, 1982). Un clima borrascoso se cierne sobre sus ficciones. Convencida de la iniquidad del mundo, de su central injusticia, de su imperfectiva desigualdad, inventa paisajes lluviosos y claustrofóbicos que son absorbidos por una degradación general. Son esas mismas zonas de turbulencias, que ya nos azotaron en Temporada de huracanes (2017), novela traducida a quince idiomas y finalista del Premio Booker Internacional, las que vuelven a aparecer en Páradais, su última novela.
El libro arranca con dos citas. La primera, perteneciente a Las batallas en el desierto, es un homenaje de Melchor a su autor, José Emilio Pacheco. Las coincidencias en ambas novelas de los nombres femeninos, Marián y Mariana, y de uno de sus vectores temáticos (un adolescente obsesionado con una mujer inalcanzable) ponen al lector sobre la pista de lo que vendrá a continuación. Función parecida tiene la segunda cita, un verso de David Lynch perteneciente al atmosférico rhythm & blues “Up In Flames” de la banda sonora de Corazón salvaje. Como la inclasificable película de Lynch, Páradais va a recrearnos un mundo hostil, violento, turbio, sórdido, enloquecido y enfermo.
“Paradise” (que se pronuncia “Páradais” como se encarga de recordar uno de los personajes) es un complejo residencial de lujo donde trabaja, como jardinero, Polo, el principal protagonista de la novela, un adolescente sin estudios, huraño y sin amigos, que vive con su madre y su prima embarazada. Su primo Milton, enganchado por alguno de los cárteles, es su única referencia para obtener dinero o sentido de pertenencia. En la urbanización, Polo conoce a Franco Andrade, otro adolescente, insatisfecho, saturado de pornografía y sin tolerancia a la frustración que, expulsado del colegio, aguarda junto a sus condescendientes abuelos su incorporación a una academia militar que lo enderece. Entre ambos se establece una extraña relación, en la que Polo, a cambio de la bebida y el tabaco que Andrade le ofrece, soporta las crecientes fantasías sexuales que este verbaliza de un modo soez hacia una de las vecinas -una mujer con clase, de gimnasia y salón de belleza- de la urbanización en la que vive.
Si Polo vive con algo más que estrecheces económicas en un pueblo lleno de narcos, Franco Andrade lo hace, cargado de privilegios, en una urbanización exclusiva. No obstante, aunque de estirpes distintas, lo dos son unos marginados: el primero, sin dinero y sin oportunidades, manipulable y con vacíos enormes, no soporta la opulencia de sus empleadores y coquetea con la ilegalidad en la esperanza de liberarse de su miserable trabajo; el segundo, crece teniéndolo todo, pero con graves carencias afectivas, emocionales y educativas. Esa marginalidad es su punto de encuentro. Irrelevantes para sus familias y expulsados de sus propias comunidades, viven en mundo de fantasía. Mientras beben y fuman y hablan, lidian con los fantasmas del pasado y con los del presente, que se confunden en el ánimo alterado por el alcohol y el sopor. Una mezcla de realidad y sueño, de hechos y conjeturas, bajo la lluvia, la noche y los bichos.
Desde muy pronto sabemos que traman algo nefasto. La conversación entre ambos solo gira alrededor de la mujer que Andrade desea de manera enfermiza. Un deseo obsesivo que irá tornándose vertiginosamente en algo oscuro, ligado a la agresión y a la muerte. Y aunque los dos adolescentes se desprecian, se completan el uno al otro: el repulsivo arrojo de Andrade contrasta con el miedo de Polo (a pasar por la casona de la Condesa Sangrienta, al mismo plan descabellado de su compañero de borracheras); la brusca locuacidad de uno con las reservas del otro a comportarse violentamente y a decir lo que piensa. En cualquier caso, sorprenderá en Polo la nulidad de su pensamiento, de autorreflexión, su falta de resistencia, esa inercia inquietante que le llevará a obedecer a Franco Andrade y a cometer el peor error de su vida.
Tan protagonista como ellos es, en esta novela, la atmósfera que los rodea. Una naturaleza de una exuberancia asfixiante contribuye al planteamiento de un mundo lleno de tensiones. En contraste con los orgullosos jardines de “Paradise”, cuando los protagonistas cruzan la valla de la urbanización, se adentran en un paisaje desquiciante de olores irrespirables y aguas sucias (manglares, vegetación informe, aguaceros constantes, río cenagoso…) habitado por una fauna imprevisible (cangrejos, sabandijas, lagartijas, tuzas, insectos…) a tono con sus deseos desordenados. En un momento de la novela, Polo se asoma precisamente a la piscina comunitaria con ganas de huir del calor y sumergirse en esa agua cristalina, tocar el suelo azul de mosaicos atildados y escapar del fondo lleno de cieno, pegajoso y descompuesto, del Jamapa, la única alberca que conoce. Al fin y al cabo, Polo quiere ser alguien. Quiere pertenecer a algo. Quiere ser libre en un mundo que confabula en su contra. Y eso significa tener cosas a las que solo se puede acceder con dinero.
Como parte de todo eso, en esta ocasión, vuelven a brillar las formas del decir, la riqueza verbal (la lista interminable de insultos, de expresiones de los adolescentes de las periferias) que Fernanda Melchor despliega, como ya hizo en sus libros anteriores, de una manera vigorosa, expresiva y vital. Un lenguaje subyugante y torrencial que demuestra un oído extraordinariamente poroso (recuerda la oralidad de Manuel Puig, por ejemplo). Aunque el libro se lee bien, el uso de la jerga coloquial de Veracruz, barroca y sórdida, imitando el habla de los personajes e impostando voces, podría dificultar -algo que la autora no puede evitar- la comunicación en el caso de un lector español. Asume Melchor, además, otro riesgo: el de pasar por misógina al usar un lenguaje misógino. Pero solo un lector muy miope confundiría la necesidad narrativa de ese material, tan crudo y áspero, con esa deriva ideológica.
Desde la primera línea de la novela, el fraseo es largo, preciso, inclemente. Se trata de todo un meditadísimo y perfectamente pergeñado arsenal dialéctico de artefactos altamente destructivos para articular esas perversiones y miserias. De hecho, el devenir de Polo está ligado indisociablemente a esa violencia verbal, en la medida en que esta se constituye en directriz de su comportamiento. En este sentido, recuerdo al filósofo Javier Pradera cuando le decían aquello de que las palabras no matan y contestaba: “Hombre, piense usted en las palabras: ‘apunten: fuego’”. Algo similar ocurre en Páradais. La ferocidad oral va, sin alternativa de frenada, increíblemente en aumento, con una precisión peligrosa y hostil. Un mal arrastra otro; este, aún más terrible, en una concatenación inexorable de extraordinaria intensidad narrativa. La furia de las palabras parece excitar a los personajes y precipitarlos hacia unos hechos espeluznantes. El desenlace es, finalmente, desolador.
Un ritmo frenético convierte esta novela en adictiva. Nos va arrastrando inadvertidamente, desde su principio hasta su final, sin límites ni frenos, a mayor velocidad en cada página. Dividida en tres partes, más breve y sencilla estructuralmente que Temporada de huracanes, pero cíclica y bien tramada a partir de la perspectiva de uno solo de los adolescentes, una tercera persona contadora de la historia con la que Melchor incorpora las voces de los distintos personajes de quienes ofrece, en paralelo, información de su pasado y de su presente. En la virtud de esta prosa tempestuosa radica, en algún momento, también su problema: hay algunas repeticiones y nos queda, en alguna ocasión, la sensación de que la autora tenía la premisa de recrearse en el torbellino sin avanzar y sin decirnos mucho.
Salvo esa pega, el resultado es una novela visceralmente atrevida, léxicamente desbocada, sociológicamente retadora. Una novela que, entre otras muchas cosas, compone un mural sobre la violencia en sus dos dimensiones: directa y estructural. La primera, la más notoria, implica acción intencionada de daño contra las mujeres o de la familia contra los hijos. Un juego de masculinidades tóxicas que indaga en la crueldad y la violencia del universo masculino a través de un pacto aberrante entre los dos protagonistas. Una alianza que explota la figura del macho dominante: si lloras, si dudas, si te da miedo, no eres lo suficientemente hombre. La segunda, más silenciosa e invisible, ha sido normalizada y preservada por el sistema. Ambas dimensiones son, también en la novela, indisolubles, se entrecruzan y nos brindan la oportunidad de ahondar en asuntos cardinales de la vida mexicana: el feminicidio, la marginación, la miseria, la misoginia, la desigualdad abismal, el determinismo social, la descomposición familiar o la guerra contra el narcotráfico. Males que acechan y se abaten en el origen de esta obra y ante cuyo terrible final nos preguntamos sobre si lo que la autora nos cuenta es casual o causal.
Ante esto, Fernanda Melchor no cae en concesiones melindrosas ni rebaja la brutalidad: la narra con una mirada directa y rotunda, sin remilgos ni ocultamientos. Su intención es provocar al lector, hacerle sentir terror y asco por estos personajes y estos acontecimientos. La suya es una postura moral, pero también estética. Que esas lluvias y esas tormentas que se ven en su literatura no sean rigurosamente imaginarias. Y entonces no solo asquea la visibilidad de la realidad contada, sino que nos sacude también la forma de contarla.
Páradais (Literatura Random House, 2021) | Fernanda Melchor | 160 páginas | 16,90 euros