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Verdadera tristeza

9788492799411JUAN CARLOS SIERRA | José Carlos Rosales (Granada, 1952), poeta de una dilatada y sólida trayectoria, acaba de colocar en los anaqueles de las librerías un poemario realmente sorprendente titulado Si quisieras podrías levantarte y volar. Lo extraordinario de esta obra se explica no tanto porque se trate de un solo poema dividido en veinticinco escenas, porque en un noventa por ciento se enuncie desde la segunda persona o porque predomine lo narrativo, sino porque, desde mi perspectiva como lector, cumple con el cometido más importante de la poesía –y de la literatura en general–: estamos ante un libro profundamente conmovedor, un poemario de los que te agarran por las solapas y te estremecen, una obra de una tristeza desgarradora y desoladora de la que el lector, por poco sensible que se muestre, no va a salir inmune. La poesía no es un confesionario, eso deberíamos saberlo; ni siquiera el hombro de la amistad al que el autor confía sus miserias o sus decepciones. La poesía es el lugar de la emoción del lector. Si un poema contagia ese estremecimiento, habrá cumplido su función; si no, el poeta tendrá que hacérselo mirar. Y creo que José Carlos Rosales ha conseguido con Si quisieras podrías levantarte y volar un libro redondo, una obra emocionante y turbadora a partes iguales.

Independientemente del origen de la peripecia narrada en este poema unitario –biográfica o no, experimentada o no,…–, la estrategia elegida por el poeta granadino para plasmarla contribuye eficientemente a esa identificación necesaria y emocional del lector con los versos de Si quisieras podrías levantarte y volar. La utilización de la segunda persona, el desdoblamiento que esta favorece respecto al yo del personaje poético que protagoniza el libro, su predominio en la narración lírica, juega un papel decisivo en la construcción del sentido de la obra y del estremecimiento que transmite.

La distancia que proporciona esa segunda persona le proporciona paradójicamente más verdad a lo narrado. Esa sensación de realidad se acentúa no tanto cuando el «tú» se ve sorprendido por la primera persona, que aparece salpicando la historia y subrayando el protagonismo y la visión de ese «tú», sino cuando en la escena XXII («La emisora local») y en las dos últimas la voz se traslada a la tercera. La verdad, al contrario de lo que pueda pensarse –parece decir el poeta–, no se encuentra en la supuesta objetividad de la tercera persona, porque esta solo apreciará, con suerte, fragmentos de la realidad tamizados además por sus prejuicios, por su limitada capacidad de interpretación o por simple pereza; en definitiva, por todas esas circunstancias que cada uno añade a lo narrado y que necesariamente dejan espacios en blanco. La verdad tampoco posee buena prensa dentro de la exclusividad del «yo» que se confiesa, como ya apuntamos antes. De modo que la voz elegida se erige en todo un acierto para alcanzar al lector en su emotividad porque en lo que lee comprueba que existe autenticidad.

Otra fuente de identificación que contribuye a conseguir esta agitación emocional es el paisaje urbano en el que se desarrolla el poemario, fácilmente reconocible para el lector. Es la ciudad y su entorno, pero en sus localizaciones más desconchadas: la autopista y su hermana pequeña la autovía, una estación de tren repleta de vagones en vía muerta, un ambulatorio, un depósito municipal de coches, las calles vacías y los escaparates huérfanos de las tardes de agosto, un bar con poca clientela y un sótano sórdido,… y sobre todo el símbolo de la modernidad, el más popular pero el más privado, el más propicio a esconderse una vez desechada la idea de refugiarse en la casa propia, el automóvil. Pero no un coche ultramoderno con wifi, sistema de frenado y aparcamiento automático, sino el viejo Simca Aronde sesentero del padre: un símbolo dentro del símbolo, una nueva muesca en el proceso de identificación en la tristeza y la desolación.

Por otra parte, las impresiones del viaje que plantea este poemario conducen de lo urbano a lo contemporáneo, es decir, aquí y allá van surgiendo, según avanza el Simca Aronde del personaje poético, todas las inquietudes de tono más o menos existencial propias de la modernidad o, más bien, de la posmodernidad –sea eso lo que sea–: en el intento de no pisar las líneas de las baldosas existe una zozobra, en las prohibiciones de la infancia se hallan algunas de nuestras cobardías para levantarnos y volar, en la sala de espera del ambulatorio el tiempo se nos esfuma, la grúa municipal funciona como sinónimo de lo que se va sin remedio, las cosas que miras se parecen a ti y viceversa, la chocolatina y el periódico que has comprado en la gasolinera hablan claramente del sentido fungible de la existencia,…  

Y así va construyendo José Carlos Rosales su poemario, en un camino sin retorno, en una línea ascendente, pero no para levantarse y volar, como sugiere el título, sino más bien para certificar su imposibilidad. La línea narrativa resulta tan nítida y tan limpia que, a pesar de lo fragmentario de las diferentes escenas, el lector no encontrará dificultad alguna para seguir la historia. Esa misma limpieza y pulcritud es la que se utiliza en la composición versal, con un ritmo que se acompasa de forma natural al material objeto de la narración y que se ajusta a un ritmo mental con asociaciones aparentemente ilógicas, pero verosímiles –una suerte de ‘stream of consciousness’–. Una naturalidad difícil de conseguir, muy trabajada sin duda a base de contención y de oficio con los versos.  

Con todo lo dicho en esta reseña y con todo lo que queda por descubrir al lector que se anime con Si quieres podrías levantarte y volar, José Carlos Rosales ha compuesto una obra realmente emocionante, llena de tristeza y de verdad, o de verdadera tristeza.

Si quisieras podrías levantarte y volar (Bartleby, 2017) de José Carlos Rosales | 71 páginas | 13 €

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