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Góticos y polillas

9788484288053_1

 

Las posesiones del doctor Forrest

Richard T. Kelly

Alba, 2013

408 páginas

22,50 €

Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez

 

 

 

Luis Manuel Ruiz

La historia es vieja: un médico ensoberbecido por su poder sobre la vida y la muerte de los hombres desea más y sella un pacto con potencias infernales. Ello le permite escalar las cimas más heladas del anhelo pero también le condena a los calores de la angustia: es el doctor Fausto, el de Marlowe, el de Goethe o el de Thomas Mann, es Melmoth el Errabundo, es Peter Schlemihl, que vendió su sombra, y ahora es el doctor Forrest de Richard T. Kelly. Según sus propias declaraciones, Kelly se vio, alcanzada la madurez, en la misma encrucijada que acogotó a Dante (Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura) y se sintió llamado a recorrer los hemisferios del infierno; el resultado es esta novela oscura, contradictoria, especular, que pone al viejo doctor Fausto los ropajes de un cirujano estético y trata de resucitar, con aciertos y yerros, el género gótico, también según confesión expresa del propio autor.

Estructurada en forma de diarios sucesivos (una técnica que se remonta venerablemente a La Piedra Lunar de Collins), la novela nos va presentando las diversas actividades y puntos de vista de dos médicos agitados, el doctor Lochran y el doctor Hartford, compañeros de la facultad, que lamentan la desaparición de un tercer amigo: el doctor Forrest, héroe epónimo del relato, de quien pronto sabemos, por comentarios y alusiones sesgadas, que vendió su talento para sanar al vil metal dedicándose a esa variante bastarda de la ciencia, la cirugía estética. Forrest había amasado una fortuna, sí, era respetado y agasajado por las mujeres, pero no era feliz. En su vida se interpone una sombra ominosa: la madurez. Comienzan a salirle arrugas, se siente más inseguro y frágil que antes, y para colmo su novia lo cambia por otro tipo más joven, escultor, encima. Aquí Forrest desaparece en turbias circunstancias, incluso se le da por muerto, interviene la policía en la forma de cierto inspector Hagen con la consabida minuciosidad del funcionario británico, hay pesquisas, empiezan a aparecer muertos; el resto son sombras misteriosas, cadáveres y el género gótico del que el autor hace publicidad cuando habla de su obra.

David Peace, escritor policíaco de Yorkshire en cuyas tramas abundan los degüellos, las salpicaduras y lo malsano en general, ha saludado el título de Kelly como una renovación de ese añoso género de los fantasmas y la luna llena. Recapitulemos: la novela gótica es un subgénero terrorífico que eclosionó en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, inspirado por el irracionalismo de los primitivos románticos alemanes, y que iría a desaguar en Poe y luego en Baudelaire, para convertirse en una constante del imaginario moderno, aquella que renuncia a la luz y el Paraíso, para trocarlos por sus simétricos, lo negro y el diablo. En los años previos a la Revolución Francesa, había una provocación expresa por parte de los literatos que se dedicaban a estos juegos (Walpole, la Radcliffe y demás) en deleitarse con cementerios, ruinas, calaveras y olor a podrido; hoy, después de Michael Jackson, esos tópicos están invadidos de polillas. La crítica principal que cabe hacer a Kelly es que, más que actualizar el género en su obra, ha retrasado su obra hacia el género: más que aprovechar un material muy prometedor para explorar nuevas vetas de lo fantástico siniestro en el mundo contemporáneo (la cirugía estética, la clínica, el trastorno de personalidad, las drogas), ha preferido atenerse a la ropavejería de dos siglos atrás y ha salpicado su argumento de cementerios con musgo, sombras encapotadas, antiguas abadías, noches de tormenta y demás. Algo muy apreciado, en fin, por los amantes del lugar común (no hay mayor satisfacción que la del zapato que cabe aplicadamente en su huella), pero quizá un poco blando para quienes prefieren un tipo de terror menos doméstico y se aburren con las entrañables películas de la Hammer.

De cualquier modo, se trata de un recordatorio agradable: el terror puede prescindir todavía de groserías aparatosas como sierras eléctricas y adolescentes que chillan.

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