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Retazos del ‘Midwest’

6509117-9817990

No se quebrará la rama

James Wright

Vaso Roto, 2014

ISBN: 978-84-15168-85-0

112 páginas

17 €

Traducción de Antonio Rivero Taravillo

Edición bilingüe

 

 

Coradino Vega

Es mucho lo que los lectores en español de poesía, y de la norteamericana contemporánea en particular, debemos agradecer a la editorial Vaso Roto. Y no sólo por el cuidado de sus libros, con esas hermosas cubiertas ilustradas espléndidamente por Víctor Ramírez, con su calidad de papel y sus esmeradas traducciones, sino también por el rescate y la divulgación de un cuerpo poético de una riqueza ilimitada que va más allá de la antología de Jeannette L. Clariond y Harold Bloom titulada La escuela de Wallace Stevens, en la que ya se encontraban algunos de los autores, como W.S. Merwin o Charles Wright, cuya obra ha ido poco a poco publicando. Leyendo a los mejores poetas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX —ojalá alguien repare también en publicar aquí a Jack Gilbert y Galway Kinnell— uno desbarata rápidamente el prejuicio de quienes consideran esta poesía, como dice Clariond, simple, superficial, egocéntrica o propia de los habitantes de un imperio. Porque es precisamente por vivir en un imperio que estos poetas se rebelan con toda la fuerza del dolor, el extrañamiento y la indignación, y resultan tan minoritarios en su país como en el extranjero. Tan distintos como son entre sí, muchos de ellos tienen una cualidad poco notoria que mezcla la discreción con la rareza, un componente ‘outsider’ que no prescinde de cierto anonimato con una apariencia exenta de malditismo público. Algunos fueron o son profesores universitarios de literatura, pero más bien parecen que lo son o fueron de ciencias. A la manera particular de cada uno, la mayoría son unos ‘mavericks’, exponentes de esa combinación de lo artísticamente heterodoxo con un anclaje en la realidad del que ya hablamos aquí hace tiempo. Y uno de los ejemplos más excepcionales de esa nómina de raros fue con creces James Wright (Ohio, 1927 – Nueva York, 1980), ausente de la antología de Bloom pero quizás superior a muchos de los que sí aparecen.

Deudora de cierto formalismo anglosajón en su primera etapa, la obra de James Wright despegó con su profunda originalidad a partir de No se quebrará la rama, publicado por primera vez en 1963, y que con el tiempo ha pasado a ser un poemario seminal: un libro que, a pesar del aislamiento en el que nació, se ha ido convirtiendo en uno de los textos fundacionales de la poesía norteamericana moderna. James Wright fue coetáneo de los poetas de la Generación Beat y de los de la Escuela de Nueva York, pero su origen marcó de tal modo su obra que no tuvo más remedio que ir por su cuenta ante la impronta que le llegaba de cada costa. James Wright nació, estudió y vivió la mayor parte de su vida en el Medio Oeste americano, ejerció la docencia en la Universidad  de Minnesota y no fue hasta sus últimos años cuando se trasladó a Nueva York para trabajar en el Hunter College. De ahí que su poesía tenga poco que ver con el delirio alucinado ‘beatnik’ o la refinada contestación educada en Harvard del Greenwich Village. Su escuela fue la traducción y la revista The Sixties que publicaba Robert Bly.

De esta forma, y si —como decía Pound— traducir es una labor de alto orden creativo, Wright reconocería en Neruda su pulsión telúrica y la fuerza metafórica descomunal que llevaba dentro; en Georg Trakl, los rasgos expresionistas con los que referir el entorno; en César Vallejo, la mirada compasiva ante los desfavorecidos unida a la libertad verbal; en Antonio Machado, la observación de la naturaleza que en su país venía ya de Emerson y se ha mantenido siempre mucho más presente allí que en España. Y el resultado fue una poesía propia, completamente distinta a todo lo demás, tremendamente innovadora, de un despliegue de imágenes inaudito y una honestidad insobornable. Como prueba de su precursora originalidad, no hay más que fijarse en los títulos de algunos de sus poemas; en la traducción de Rivero Taravillo: “Tumbado en una hamaca en la granja de William Duffy en Pine Island (Minnesota)”, “Mensaje oculto en una botella de vino vacía que arrojé a una hondonada llena de arces una noche a una hora indecente”, “Deprimido por un libro de mala poesía, camino a un pastizal abandonado e invito a los insectos a que se me unan”. Pero esa originalidad queda también remarcada en el efecto dramático de los versos finales (como el “He malgastado mi vida” del primero de los poemas citados), o en las transiciones del registro coloquial a la explosión metafórica dentro de una misma pieza.

La poesía de James Wright tiene como escenario los paisajes rurales del Medio Oeste y en ellos la naturaleza a veces se vuelve siniestra y, otras, muestra un hilo de fe en la vida. Quien la contempla lo hace desde un desconcierto errabundo y una soledad plena que sin embargo rara vez se ensimisma. En sus versos aparece un mundo postindustrial que por momentos se desliza hacia lo apocalíptico (“vertederos”, “rabiones químicos”), pero también está el milagro de la existencia de los pájaros y los árboles, y los pobres (“negros”, “mineros”, “polacos”) que habitan la tierra, y el fluir de la conciencia —cercano al ‘delirium tremens’ al evocar la infancia y la América profunda, y que tanto tiene que ver quizás con el alcoholismo y los trastornos nerviosos del propio James Wright— jamás es quejumbroso ni victimista: el sufrimiento se lleva casi con indolencia y hasta con una punta de humor. Por ellos desfilan Goethe, un gobernador chino, ensalmos primaverales, resacas, caballos, una desolación que no llega a sordidez, Miguel Hernández, Eisenhower visitando a Franco, la propia sombra reflejada en el enigma de la naturaleza, oscuros ríos, tumbas, territorios nevados. Hay algunos poemas que consiguen en su brevedad, como en una seguiriya o un haiku o movimiento de Webern, la máxima tensión expresiva con el menor número de elementos posibles, mientras las imágenes se alejan, con sus disonancias y su sentido descoyuntado, cada vez más de sus referentes. Pero la impronta surrealista no incurre en aquello que decía Wallace Stevens: “El fallo del surrealismo es que inventa sin descubrir”. Al inmenso poeta que es James Wright parece no importarle tanto descubrir la verdad como traslucir la perplejidad con la que asiste a la vida y no querer marcharse de ella. Su poesía no es ni megalómana ni fría. En su rareza encontramos una ternura soterrada, calor humano, como una súplica. Al mismo tiempo ejerce también una impugnación a la totalidad del sueño whitmaniano: “América termina, finiquitada”, dice en “Etapas de un viaje al oeste”; o: “América continúa, continúa / riendo… (…) / (…) pero a mí no me miréis. / Yo no empecé este lío, soy inocente”, añade en otro poema.

Una maravilla.

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