RAFAEL ROBLAS CARIDE | “Tal es la gloria, Guillén, / de los que escriben cantares: / oír decir a la gente / que no los ha escrito nadie”, dejó grabado el mayor de los Machado a modo de sentencia poética. José Luis Rodríguez Ojeda (Carmona, 1957) lleva media vida aplicándola y poniendo letra al cante flamenco de Calixto Sánchez, Miguel Vargas, El Chozas, José Parrondo, Curro Malena, Miguel Ortega, Manuel Cástulo o José Valencia, por citar solo a unos pocos cantaores de distintas generaciones. Se trata del mayor acto de generosidad que puede realizar un autor: renunciar a su individualidad para darle voz a un colectivo. No obstante, todo creador también necesita un mínimo reconocimiento que lo acredite, siquiera de vez en cuando. Y de este deseo, precisamente, nace Por alumbrar lo imposible, su último libro, que hoy nos convoca a una nueva página de Estado Crítico.
El poemario –de pretensión culta, al menos a priori–, consta de treinta y seis composiciones de gran variedad temática y formal. Se combinan de este modo estrofas populares como la copla, la soleá, la tira de octosílabos arromanzados, la seguidilla,… con otras más elaboradas como la décima, el soneto o la –cada vez menos usada por artificial– lira. Sin embargo, la prevalencia del octosílabo y, sobre todo, de la rima asonante hacen que el oído del lector vaya de la mano del poeta tirando continuamente “hacia el monte de lo popular”, pues hay gustos que resultan insoslayables y herencias que son imposibles de rechazar. Y esto no hay que entenderlo nunca como una crítica negativa, al contrario, pues, parafraseando a un famoso escritor y afinando lo soez de la frase original: Dichoso aquel que disfruta de padres reconocidos porque nunca será tratado como un bastardo.
Los padres de Rodríguez Ojeda ya los identifica perfectamente Francisco Martínez Cuadrado en su atinado prólogo cuando nombra a los hermanos Machado, a su progenitor Demófilo, a Jorge Manrique, a Bécquer…, porque, en general y como ya se ha apuntado anteriormente, Rodríguez Ojeda es hijo de todo aquello que formalmente tenga algún tipo de relación con lo popular, resaltando aquí cuatro de las principales características de este estilo: la sencillez, la rotundidad, la naturalidad y el tono sentencioso. Y resulta un hijo muy aventajado, todo hay que decirlo, como se comprobará pronto en “Cuestión de tiempo”, el segundo de los poemas que abre la antología. Juzgue directamente el lector si digo verdad o miento.
Llega siempre la verdad,
pero llega siempre tarde,
cuando hay poco que arreglar.
La mentira
tiene las patas muy cortas,
pero qué veloz camina.
En cuanto a la temática, una sola palabra define Por alumbrar lo imposible: su variedad. Careciendo el libro de capítulos o separaciones, por sus páginas encontrará el receptor las distintas preocupaciones de Rodríguez Ojeda, a salto de mata, en continuo diálogo con el oyente. Así, en esta catarata miscelánea, el poemario abarca distintas reflexiones en torno a asuntos tales como el paso del tiempo, la paradoja vital que necesita del dolor para que el hombre se sienta realizado (“A la vida el dolor / también le da sentido”, se convence el autor), la inexorabilidad del paso del tiempo, la relación amorosa (en sus distintas fases: primer amor, amor juvenil, amor maduro, amor conyugal), el difícil equilibro vital para la supervivencia diaria (“[…] ¿Cómo / ver el término medio?”, se pregunta en el poema inicial), o la común recurrencia lírica a una etapa infantil que, sorprendentemente, en el poeta carmonense se tiñe con veladuras oscuras:
Imperfecta Arcadia
El frío, el invierno,
las noches muy largas;
los ojos abiertos
bajo la almohada…
La sombra y el miedo
también son la infancia.
Sin ánimo de una mayor exhaustividad, mención aparte merecen tres aspectos que resaltan también en la lectura del libro. En primer lugar, la sinceridad creyente del poeta, que si bien reconoce haber recibido una educación religiosa durante la infancia, transita sobre la afilada cuchilla de la falta de fe en su etapa adulta, como desarrolla en el elocuente poema “Creer y descreer” del que se destaca la siguiente confesión:
[…] Yo, entre unos y otros,
de niño ya empecé
a pensar en la angustia
del Ser y del No Ser.
En segundo lugar, la actitud vital con que el autor afronta su existencia, repleta de un escepticismo senequista que coincide –y no es casualidad– con una postura muy comúnmente adoptada por la copla flamenca, donde ni el dolor ni las circunstancias adversas logran truncar la verticalidad del cantaor cuando, entre estertores, desgrana una letra tal que esta: “Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo una manta en el suelo / y me harto de dormir”. Rodríguez Ojeda no llega hasta el extremo del sueño, pero sí al del descreimiento más absoluto a lo largo de todo el poemario, fruto, quizás, de la experiencia y del tiempo. Sirva como ejemplo esta otra muestra procedente de “Ley de Newton”:
Mi juventud y su impulso
todo lo mitificaban.
El mismo impulso en mí sigue,
pero en dirección contraria.
Todo lo desmitifico.
No me creo nada.
Finalmente, como hombre reflexivo, también el poeta realiza un análisis sobre su oficio lírico y llega a ciertas conclusiones que interesan sobremanera al filólogo que se acerca a su obra tras media vida dedicada a estudios al respecto. Así, en recurrente alegoría, la Poesía –con mayúsculas– sería una intransigente mujer que no perdona la distracción del amante que ha de satisfacerla en exclusividad (“La señora”). Por otro lado, más original resulta otra composición (“Recuerde dichas el triste”) en la que el escritor dialoga con un interlocutor que no acierta con los tópicos más comúnmente adjudicados al artista. Al final del mismo, Rodríguez Ojeda reivindica su derecho a comportarse como cualquier ser humano, renunciando a todo tipo de pose: “[…] Pero mañana es mañana. / Hoy deja que me divierta. […]”. Precisamente, esta postura engarza con el apunte más valioso del autor: la consideración de una creación natural y sincera –rasgos propios de la poesía popular y flamenca, me permito añadir–, donde el alma del poeta debe prevalecer sobre todo tipo de perfecciones artificiales que distraigan de la esencia. Así lo expresa explícitamente en este elocuente “Epigrama”:
Poeta de soniquete
y perfección celebrada
solo se ven tus andamios.
¿Y tu alma?
Sin embargo, a pesar del tono sentencioso advertido en gran parte del poemario, tampoco se olvida de contrapesar el verso con los necesarios ingredientes de la ironía y del sarcasmo. Así se muestra con claridad en distintas partes del libro y, más concretamente, en una ácida crítica a la “Era Digital” que nos domina –en el mal sentido– y aturde, componiendo para ello un remedo becqueriano de la Rima LXXV, aquella en la que “el huésped de las nieblas” afirmaba misteriosamente “[…] conocer a muchas gentes / a quienes no conozco”, procedentes del mundo de la ensoñación. Rodríguez Ojeda confiesa, por el contrario, conocer y saludar a “[…] gente / a la que no conozco. ¿De visiones? / No. Un mundo de visualizaciones / que no es exactamente / lo mismo […]”. No obstante, si he de destacar un poema para que el lector se identifique con el verso del carmonense cuando remonta por los andurriales de la vereda culta, me quedo con “Cuando el amor se olvida…”, una composición de alejandrinos asonantados, donde el espíritu de la poesía de don Gustavo Adolfo –de nuevo– se queda gravitando sobre la nostalgia de dos amantes lejanos que vuelven a encontrarse al transcurrir los años:
Un encuentro casual nos dio para un café
y una conversación muy larga, de una tarde.
Bien, el principio: anécdotas con los nombres y apodos
de los viejos amigos, momentos agradables.
Después de unos minutos su mirada cambió,
cambió su voz. Con tono entrecortado y grave
habló de otros momentos dolorosos y oscuros.
Y todo, como entonces, fue de nuevo apagándose.
Llegó la despedida. Con un beso de esos
que ni rozan la piel, pues se dan casi al aire,
nos dijimos adiós. Amor de juventud,
hoy te hemos recordado y hemos vuelto a olvidarte.
Cierro el libro y abandono la lectura. En el ambiente se queda la gran verdad de una de las últimas soleares del poemario: “Aunque se cierre la herida / y no queden ni señales, / el dolor nunca se olvida”. Gracias, poeta, por recordárnoslo con tu propia sangre y gracias por la generosidad y honradez de tu verso. Ojalá ese dolor nos haga más humanos en el futuro y tu poesía siga “alumbrando lo imposible” –que es como decir alimentando las entrañas del pueblo– durante muchos años más. Aunque se olviden de tu nombre.
Por alumbrar lo imposible (Anantes, 2022) | José Luis Rodríguez Ojeda | 64 páginas | 12 euros
Magníficas, como siempre, las reflexiones que José Luis vierte en eso versos directos, sencillos, que llegan al alma. Y que ganan aún más cuando se escuchan de los labios de un cantaor/a flamenco/a.
Leer los versos de José Luis es disfrutar de un remanso de reflexión, de pensamiento, de verdad, entre la vorágine de nuestros días. Gracias. Y gracias por la crítica de Roblas Caride. ¡Qué alivio, qué satisfacción leer un texto, que me ha llegado por vía digital, en castellano limpio y claro!