JABO H. PIZARROSO | Esta novela tiene algo de Medem y también de Faulkner adentro. Estas dos referencias se encuentran titilantes y destiladas de manera osmótica en una narración atemperada y muy suave, de fermentación cálida y a la vez poderosa como el despegue del corcho de su árbol: la emigración.
Digo que tiene algo de Medem porque Nuria, el personaje protagónico de La seca, me recuerda a un mix entre Ángela y Mari de la película Tierra, del cineasta donostiarra, y Montero hace lo propio en formato híbrido entre el Patricio y el Ángel de la citada película.
Digo que tiene algo de Faulkner porque Matilde, la madre de Nuria en La seca, me recuerda mucho a la Rosa Coldfield de ¡Absalon, Absalon!
La intimidad a la que te lleva esta novela que acaba de publicar Txani Rodríguez no es algo tan perceptivo o sencillo como una caricia, es algo mucho más fortalecedor.
Txani Rodríguez es de Llodio, un pueblo tan alavés como vizcaíno con tanta población emigrante andaluza, extremeña, castellana o gallega como la tuvieron Arrasate o Vitoria por aquellos años sesenta, los del movimiento emigrante humano perpetuo y peninsular.
Ese multzo de gente mutante dejó perlas esquivas de pasado que se quedaron sin hueco dentro de una bolsa de aceitunas machacadas, que dejaron de tener un lugar de pertenencia, un consuelo para los anhelos, sueños, un descanso para sus cuerpos, un territorio intachable que demarcara fronteras y asesinara miedos, un alto desde el que mirar onde o mundo se llame así o asá, pero se nombra de una forma conocida por el corazón.
Hablo de este trasunto identitario porque me parece que esta plataforma sobre la que flota La seca es una de las columnas, de los diques, de lo poyetes en los que apoya los codos esta novela para abrir una ventana, la de una lectura llena de luz en las lectoras y lectores que entren a sus tripas.
La seca es la historia de Nuria que busca sin ansia y con denuedo un verano imposible a sabiendas de que los veranos fueron imbatibles antes de recibir la luz rotunda que ciega la visión y ahora tienen pinta de una derrota más. Pero Nuria es terca, paciente, entregada, cuida de su madre Matilde como si entre ambas se hubieran intercambiado los papeles y fuera Nuria la que cuida en el mundo de su hija Matilde, su madre.
En La seca, la cadencia fónica de las frases de Txani es tan precisa y transparente que la sintagmática desaparece como por ensalmo para convertir verbos, adjetivos y adverbios en los vagones léxicos de oraciones que embriagan, que te transportan muy bien al viaje literario que despliega este libro.
Todo este percutir de buen fraseo conserva, protege y expone a los hondos de un lector, un fondo de melancolía sin melodrama, de cantos bien cortados, de sangre vital llena de vivacidad.
La seca es un hongo que amenaza, que hace que la corteza y por ende los corchos de los alcornocales se peguen tanto al interior del árbol que se hace cada vez más difícil el trabajo de los corcheros.
Nuria emprende un viaje contra sí misma a un pueblo del sur de la península en el que pasó sus veranos y ese viaje la derrota por dentro o al menos la deja en un estado de indefensión que nos permite un punto de vista a través de este personaje en el que tanto las viejas tradiciones como el cambio del mundo y de las estaciones, la pérdida de los entornos naturales y la magia de los encuentros luminosos cada vez son más imposibles.
Hachas andaluzas y hachas portuguesas. Las primeras de ojo ovalado y mango chato frente a las segundas de ojo y mango redondos; herramientas para el trabajo y el descorche de alcornoques cada nueve años, algo que sólo se hace en verano. Dos miradas afiladas hacia la naturaleza que cortan los tiempos de Nuria sabedora esta de que un tipo de hachas ya no concita el concurso de los corcheros, quizá porque pertenecen a otro tiempo que ya no existe, nostalgia de hacha.
El tono del narrador de esta novela es de una intimidad fría, como el agua de garganta, el atenuado movimiento acuático de una charca que no ha destruido el progreso o que está a punto de echar al traste el desarrollo imparable, un tono narrativo que estremece poco a poco al lector tal que el crujido de una corcha que un hacha sabia en manos de Montero desprende, desarropa de un alcornoque y encoge el aire con los montes y el resto de flora incluida.
Y en el fondo todo puede que tenga que ver con la pertenencia al paisaje, uno de los lugares donde la memoria se guarece del tiempo, la compañía del paraje, el consuelo que da pertenecer a uno, no ser de ningún lugar, volver una y otra vez a los montes que nos mecen el ánima.
La seca (Seix Barral, 2024) | Txani Rodríguez |272 páginas | 19 euros