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El laberinto era un círculo

JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963), uno de los más destacados poetas de la llamada generación de los 90, acaba de publicar el poemario Laberinto (Renacimiento, 2022). Han pasado muchos años desde Las amigas y Malos pensamientos, libros con los que me sentí identificado entonces por el uso de un lenguaje coloquial bastante cercano a la prosa, con esa apariencia de frialdad que según el malévolo crítico José Luis García Martín podría resultar disuasoria para ciertos apresurados lectores, así como la ausencia de énfasis o de metáforas ingeniosas o cascabeleras para atraer la atención. Lo que hallaba en sus versos no era otra cosa que una disección implacable, sin evasiones consoladoras, de esta insólita aventura incomprensible a la que llamamos vivir.

Ha transcurrido el tiempo y ese pulso vital y poético, que late sin duda de un mismo motor literario, tiene por mor de los años y el rodaje una nueva expresión y un nuevo ritmo. Y he recordado, leyendo este reciente Laberinto, otro laberinto bellamente descrito en un largo aforismo de Jesús Aguado que, sin su permiso, me voy a permitir tergiversar. Quizás estemos dentro de un laberinto y necesitemos salir, decía. Quizás, mientras pensamos hacia dónde caminar escuchamos el bramido del minotauro y nos acordamos de Ariadna. Quizás se nos haya olvidado, como hizo esta, coger un ovillo de hilo e irlo desenrollando por los pasadizos oscuros. Quizás temblemos de miedo. Ni lo uno ni lo otro, ni miedo ni falta de coordenadas, se advierten en el laberinto de Benítez Ariza. Quizás, lo que él hace es arañar las paredes de barro y comprobar que éste se desprende con facilidad. Quizás lo amase para tranquilizarlo. Quizás haga platos, vasos, vasijas. Y estos platos, vasos, vasijas no sean sino poemas sobre la vida y sobre la muerte, sobre las encarnaciones del tiempo, sobre la permanencia de la naturaleza, sobre la caducidad de los seres humanos, que el poeta dispone uno detrás de otro, como las horas de un día, desde un amanecer hasta la claridad porque en este laberinto del poeta gaditano ni la nocturnidad, ni la alevosía, ni la confusión o el caos tienen cobijo. Y ese laberinto, circular como un sendero en el que una familia se pierde, rectilíneo como un puente de amanecida sobre la bahía, rectangular como la habitación de un hospital, quizás sea el laberinto de Benítez Ariza y de sus paredes haya desgajado pedazos de barro para modelar los poemas de este libro. Y estos poemas, llenos de nombres y de pájaros, el poeta los cuece dentro de su corazón, esperando a que ese minotauro o cualquiera de nosotros aparezca amorosamente para sentarse a leerlos con él. Quizás, entonces, el poeta se olvide de que alguna vez quiso salir del laberinto. Pero con tanta vida acumulada, con tanto como han visto sus ojos y sus manos han escrito o dibujado, ya será una cosa imposible.

Cuando uno habla de un poeta que admira suele ser porque de algún modo ha encontrado un resquicio en los versos de ese laberinto por el que colarse y quedarse en ellos, si no para siempre, sí una buena temporada, y entonces los versos ya son de uno mismo, o casi. A uno le gustaría tener esa misma lucidez para echar la vista atrás e intentar comprender lo que va siendo la vida, pero al mirar hacia atrás normalmente no ve sino una confusa tormenta de nieve, de nieve negra, que no deja ver nada más que lo que ya ha visto, y nada de su sentido. Y no sucede así, créanme, en estos poemas que, aunque algunos hablen de la muerte o del dolor, de los límites físicos y sentimentales que van imponiéndose al ser humano, no son tristes ni pesimistas. A veces abrir este libro es casi como entrar en una pajarería o en un bosque: trinos, plumas, acrobacias de vuelo, nidos, las ramas de los versos dispuestas para el descanso de las aves del pensamiento y la sensibilidad. A veces nos reconocemos en esas figuras de barro que son el padre o los amigos, la casa de la infancia, el poeta niño, joven, adulto. Otras veces nos transportan a Irlanda, a sus puertos, a su paisaje, a sus gentes. Los mejores libros abren puertas que nos llevan hacia el interior de nosotros mismos. Esto es un tópico, pero también es una verdad, así que por qué no lo iba a decir. Comencé a leer el primer poema de este Laberinto, una salutación al milagro de un nuevo día en la ciudad en una jornada de trabajo, a las personas, los olores, las gentes, las acciones que se cuelan de contrabando para crearlo y he acabado en La Dama, una piedra caliza entre las encinas de Benaocaz, acogedora y sin memoria, en donde al poeta le gustaría reposar para siempre llegando a una especie de disolución total con la naturaleza.

Entre uno y otro, un acopio de sensaciones y de experiencias, poéticas, pero también pictóricas, que desembocan en un proceso reflexivo, sustentado en una atracción por el mundo circundante que nos descubre lo sagrado en lo cotidiano, lo doméstico relacionado con lo coloquial y lo metafísico articulado a lo ordinario. A partir de ahí se suceden los poemas a lo largo de cinco partes que desde las ‘Coordenadas’ atraviesan un ‘Laberinto’ para llegar a la ‘Claridad’ que culmina en la parte final, la mirada del poeta que se proyecta en la afirmación de que “la poesía es un destello que sabemos ver a veces en las cosas y la función del arte es dar cuerpo a esa luz.”

Como todo gran poeta, por supuesto, Benítez Ariza es consciente de la realidad verbal en y con la que trabaja. “No hay que olvidarse de lo que decía Raymond Queneau: un poema son palabras ordenadas en una página. Y si las ordenas mal el poema es malo, aunque Dios te haya abierto el cielo y te haya dicho no sé qué chucha, si lo dices mal desgraciadamente no marcha”. A diferencia de tantos poetas que creen que la misión de un poeta se reduce a hacer aspavientos y gritar a voz en cuello sus terribles sufrimientos, Benítez Ariza consigue que sus experiencias con respecto a la muerte, con respecto al dolor, con respecto al tiempo, expresadas con el lenguaje sencillo de la conversación, del monólogo en muchos casos, se encarnen en una estética fundada en el equilibrio, la naturalidad, la sobriedad, gracias a un lenguaje eminentemente narrativo que se recrea en los detalles con objeto de apresar la fugacidad del instante desde todas las perspectivas posibles.

En la ligereza espiritual que ha ido invadiendo nuestras vidas y que parece ir del brazo de una cierta vergüenza –cuando no de un olvido voluntario y militante– ante el misterio y la trascendencia. Cuando incluso el mismo concepto de belleza parece tener las de perder, en una maraña estética en la que lo inarticulado y el ruido se imponen con machacona altivez, es reconfortante reencontrarse con una voz como la de José Manuel Benítez Ariza, sustantiva, iluminadora y centrada en la verdad incuestionable de lo cotidiano. Como los libros no viven en sí mismos, como la maquinaria de un reloj, sino en el corazón y la cabeza de sus lectores, yo animo a que comprueben, o a que discutan, todo lo dicho, leyendo estos poemas.

Laberinto (Renacimiento, 2022) | José Manuel Benítez Ariza | 92 páginas | 15, 10 euros.

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