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Iluminar la oscuridad

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JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL| La primera referencia que tuve de José Ramón Ripoll (Cádiz, 1952) me llegó por la memorable letra de una canción, «¡Qué demasiao! (una canción para el Jaro)», la historia de aquel desvencijado canutero, macarra de ceñido pantalón, de sus ripios ochenteros escritos al alimón con Joaquín Sabina para su álbum Malas compañías. Pandillero tatuado y suburbial, que tras recibir dos tiros en un despiste por andar desarmao, mientras le trasladaban en ambulancia rumbo al Piramidón sin otra salida que palmarla, dijo aquello de: “De esta me sacan en televisión”. Y si -como apuntaba Borges– la máxima aspiración de un poeta es que uno de sus versos sea pronunciado con naturalidad en el mercado o en la plaza, habiendo olvidado el nombre del autor, les diré que yo me arrancaba con 16 años al menor descuido y en cualquier sitio con aquella canción, el único poema suyo que me sé de memoria, sin saber entonces quién era ese tal Ripoll que aparecía en los créditos.

Casi 40 años después me regocija comprobar que José Ramón Ripoll se ha convertido en uno de los poetas más respetados de este país y que son muchos los poemas suyos que hoy merecerían la comparecencia de mi ágil memoria de antaño para ser recitados en las mejores plazas y mercados. Un buen número de ellos acaban de ser recogidos en la necesaria antología La sombra de nombrar que, con prólogo de Carlos Javier Morales y en una selección del poeta, recoge su poesía desde 1984 hasta la actualidad. Por decisión propia, queda excluida su prehistoria lírica –La tarde y sus oficios (1978), La Tauromaquia (1980) y Sermón de la barbarie (1981)- y la muestra se circunscribe a El humo de los barcos (1984), Las sílabas ocultas (1990), Niebla y confín (2000), Piedra rota (2013) y La lengua de los otros (2017). Diez poemas nuevos añadidos certifican la vitalidad de un autor que ha conseguido ceñirse a sus propios intereses y que siempre ha apelado al lector desde la profunda sencillez de sus versos. Es, por tanto, una antología personal que marca un itinerario preciso, que desvela una senda de reconocimiento y autoconocimiento. Desde este punto de vista, puede leerse este volumen como un libro único y coherente.

A José Ramón Ripoll lo he leído con fervor en diferentes niveles e intensidades, y he seguido durante mucho tiempo su camino, su derrotero ascendente, pero también sus combates con la realidad, combates en los que la poesía fue y sigue siendo su fuerza, su cuartel de invierno. Vaya por delante que su poesía no es clara ni simple. Y que esa aparente sencillez esconde claves y contraseñas abstractas o enigmáticas que dirán diferentes cosas a cada lector. No sin motivo su poesía goza del prestigio de la imposibilidad de clasificación con corriente convencional o conocida. Refractaria a las antologías que imponen el uso de alguna clase de uniforme, no está demasiado interesado por la línea clara, ni por la lógica de la realidad: busca más bien la interiorización, la ambigüedad, hasta el hermetismo, por lo que muchas veces el lector no sabe a qué carta quedarse, no entiende pero intuye y, a veces, logra una comunión con el poeta mucho más intensa de lo normal. Sin dejarse llevar por tendencias ni modas, pero con reconocimiento crítico, ha ido modelando una trayectoria poética personalísima en la que ha elegido no apartarse del camino propio, ese que le dicta su pasión por la vida y por los vivos, una pasión llena de matices, de encuentros y desarraigos.

A estas alturas casi todos sus lectores saben que Ripoll es un poeta de tradición simbolista, como advierte Caballero Bonald y un poeta de estirpe juanramoniana en cuya obra la palabra y la música se complementan para tratar de decir de otra manera. Una doble vocación que está lógicamente en esta antología. Del convencimiento de esa unión natural, el gaditano ha heredado un poso de ambigüedad que subyace en toda su escritura, e incluso un ritmo interno, más allá de versos y medidas, que le debe a esa música y a su dominio abstracto. «Todo lo que escribo es un pretexto para la música», ha escrito en algún sitio y, en efecto, no es nada difícil -sino todo lo contrario- hallar la música, en formas muy diferentes, en estos poemas. Es la afirmación de Valente cuando sostenía que el reto de la poesía consiste en que debe decir con palabras todo aquello que no puede decirse con palabras. Y ese «todo aquello» que no puede decirse con palabras plegadas a la rutina utilitaria de la servidumbre cotidiana quizás no sea nada más -y nada menos- que el intento de apresar en el instante, en la voz, en el eco de la escritura, esa remota e indefinible música, ese hondo más que hondo estremecimiento que configura la ambición de lo absoluto cuando nos reconocemos materia vulnerable señalada por el tiempo.

Porque la poesía es para el poeta gaditano la herramienta más poderosa y sutil para intentar desvelar lo más oculto de nuestro ser. La suya es una poética de infatigable e intransigente indagación de sí mismo. Es, por lo tanto, esencia también, vehículo y resultado, sendero y espacio de llegada a la vez. Los místicos, y Ripoll lo es, mantienen que el viaje es el fin, y que en ese largo e interminable periplo, donde aparentemente nos perdemos y no encontramos nada, recibimos el más alto aprendizaje de la vida.

Por supuesto, no le cabe a Ripoll pensar en ningún viaje sin el mar. «Suena un choque metálico/ entre el muelle y la almohada/ y es la anunciada música/ que ha de invitarme siempre/ a la partida». El mar con el que alucinó de niño y en el que se ha visto cambiar a lo largo de su vida. Como la música, el mar es pretexto y motivo de la escritura, imagen y metáfora de la vida. Intuyó por el mar que casi todo es múltiple y único a la vez, y que podría, a través de sus versos, volver a mirar desde su propia niñez un paisaje que es otro, pero que en su profundo movimiento le representa con fidelidad. Todo, declara, se lo debe al mar y a aquel paisaje que contempló casi a diario desde la azotea de su infancia, cuando los buques y transatlánticos partían del muelle hacia lugares imaginados e inimaginables. Ese niño es ahora el hombre paseando con una piedra en la mano por la orilla de la playa, ya sin infancia, porque la infancia es un tiempo pasado, pero con el espíritu de su infancia como un recurso perpetuo.

Vislumbro que la poesía de José Ramón Ripoll es ante todo una exploración, una búsqueda. Eso significa que lo que pretende alcanzar nunca se ofrece del todo, porque su naturaleza consiste precisamente en mostrarse tan sólo parcialmente, en claroscuro. Se trata de sumergirse en las aguas más profundas de su interioridad e iluminar sus zonas abisales. No puede haber escritura a plena luz, el sentido está siempre asociado a cierto nivel de penumbra, donde se producen los reflejos entre palabras concebidas en función de su capacidad para suscitar esos juegos reflectantes. Ripoll experimenta con la luz y la sombra constantemente en su poesía y usa una imagen cuando habla de ella: la luz en lo oscuro, “la cal negra”, en la creencia de que la poesía tantea las sombras para encontrar un poco de luz, trata de iluminar la oscuridad -aunque los hombres seamos oscuridad- para dar fe de ese fenómeno desconocido que allí acontece.

El poeta gaditano ha construido una obra poética -y una muestra significativa se recoge en esta antología- que es, parafraseando a Bachelard, el principio de una simultaneidad esencial en que el ser más disperso y más desunido conquista su unidad. Una poesía que se nutre con la paradoja y en la que comparecen, contrarios pero unísonos, pasado y presente a la vez, plenitud y vacío, constancia y fuga, cicatriz y herida, luz y estiércol, niebla y confín, visitación y estigma, tumulto y quietud, música y silencio, sombra y muerte (la noche se ilumina con la luz de su sombra/y a veces esa sombra le llamamos la muerte). Dobles parejas concentradas en el instante en que logran la armonía. Pero hay más. En los lindes de esta propuesta poética, cobra importancia la unidad, el reencuentro del hombre con el universo. Así, más que el «ser o no ser» de Hamlet, la cuestión profunda parece para el hombre la simultaneidad y no la alternativa: ser y no ser al mismo tiempo.

Ahora podemos afirmar con más seguridad, que la poesía no es un “producto” que pueda consumirse, ni tampoco un sistema. Sin embargo, tras volver a vibrar con la singular poesía de José Ramón Ripoll he entendido que la única aproximación o explicación de estos poemas, cuando uno los ha leído, consiste en leerlos de nuevo. Leerlos nos abstrae del mundo, pero también nos enseña, nos equipa, nos proporciona ideas, emociones para estar en él. Aprovéchense de ello y hagan de la lectura de este libro una experiencia de fertilidad.

La sombra de nombrar (Renacimiento, 2019) | José Ramón Ripoll |212 páginas | 11,90 euros

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