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Metonimia de la primavera

JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | ¿Y para qué la poesía? Esta es la pregunta con la que Pablo Acevedo (Córdoba, 1977) abre el proemio de Numen, su nuevo poemario, tras Onirisma (2001), Cazamariposas (2006), Estrella varada (2012) y Los oficios (2015). A veces, a lo largo de los últimos años, he hecho esta pregunta a mi antipoético alumnado de 4º de Secundaria, de 1º o 2º de Bachillerato de Lengua y Literatura. No sirve para nada, me dicen. Qué más da que yo les insista y saque de la chistera las más diversas —mira que son imaginativos los poetas a la hora de encontrarlas— razones a su oficio. Para vivir, para sobrevivir, para hacernos la vida más clara, pero también para problematizarla, para darle densidad. Para intensificar la conciencia, les aseguro a los más avispados. Para eso se leen poemas y para eso hasta se escuchan canciones, porfío. Y tiro de Gorostiza para provocarlos y les aseguro que la sustancia poética está en todas partes, que solo es necesario quererla ver. Es omnipresente: una especie de luz que baña lo que toca. Y está en los ojos de vuestra compañera o de vuestro compañero o en la contemplación del horizonte desde la playa adonde os encantaría fugaros en este instante en lugar de seguir en este aburrimiento de clase. Padecen, al parecer, el síndrome de la aversión a todo lo que se presente mediante el envase y conducto del verso. La poesía, me aseguran, no les proporciona ningún servicio práctico y, piensan, incluso, que no les aporta nada que pueda modificar su realidad social, ni siquiera individual.

         A esa pregunta —para qué la poesía— trata de responder Pablo Acevedo. Lo hace desde el convencimiento de que la belleza no es algo meramente subjetivo, sino una necesidad universal de los seres humanos y desde la reivindicación valiente —en estos poemas y en las palabras que los anteceden— del vínculo entre lo bello, lo bueno y lo verdadero, estos tres transcendentales del ser tan maltratados en nuestros días. En una época de ruptura de nuestros vínculos con lo sagrado, cuando el amor y la fe nos fallan, el poeta sabe que, a través del arte y la naturaleza, la vida nos socorre para salvarnos de la insensibilidad, del escepticismo o de la apatía. En estos poemas, sin títulos —pues el desarrollo del libro está organizado como un todo sonoro— el autor trata, por tanto, de volver a unir lo que ha sido separado. En otras palabras, procura fusionar, a través de la palabra, la belleza y la verdad del mundo exterior y el reflejo de este en su mundo interior.  

         Ahora bien, añade Acevedo, para juzgar lo bello en las obras, lo bello creado, se necesita algo más que una sensibilidad a secas; acaso una sensibilidad de segundo grado, la sensibilidad de un perito y no la de un testigo cualquiera. Una sensibilidad que aúne percepción, representación y conciencia. Con esa divisa trinitaria se nos presenta Numen. Un “libro de la naturaleza” y no sobre la naturaleza. Una obra sobre la vida que se manifiesta como un libro vivo, donde se originan, milagrosamente, todas esas dádivas que ese doble emblema del libro (la verdad y la belleza) nos regala.

Sin embargo, la escritura no es, sin más, en nuestro caso, un calco del natural. Hay un minucioso ensamblaje de cada elemento en los poemas que, a medida que se van encadenando, forman un único poema. Un ensamblaje que podría responder a la conocida frase de la bióloga Rachel Carson: “en la naturaleza nada es solo”. Hay un sentido evidente de la unidad. Así, mientras el hombre enmudece, una naturaleza en plena ebullición toma la palabra. Una palabra, esencial para este proceso transformativo, que ocupa su lugar preciso, recupera su dimensión corpórea y, en cierto sentido, su vertiente indócil, por cuanto el autor se revela contra la inexactitud, la vulgarización y la pobreza a la que continuamente está abocado el lenguaje cotidiano con el que pretendemos comunicarnos.

         Numen es una lectura que exige acopio de acervo cultural. Una lectura que nos obliga a detenernos en cada poema, pausadamente, y acudir al diccionario, pero conforme nos vamos adentrando en el meollo del poemario, intuimos la necesidad de esa retórica. Y tras una lectura con los andadores de la entomología, la botánica o la ornitología, uno camina por sí solo por este poemario y estos poemas comienzan a fluir con naturalidad —nada de barroquismo doloroso—, con música verbal y sincronía con la belleza escrita.

         Por aquí y por allá se despliega un riquísimo crucigrama de la naturaleza, horizontal y vertical, ascendente y descendente, donde lo vegetal se mezcla con lo animal. Y pasan por delante de nuestros ojos insectos voladores y toda clase de pájaros o nos rozan los peces de un río. Lo fluvial, lo aéreo, lo lumínico —incluyendo el amanecer y el crepúsculo— se suman, cual secciones de una gran orquesta, a esta imagen de la naturaleza donde cada instrumento es nombrado y, siguiendo un orden, van apareciendo según una partitura que cada día se renueva cambiando, como dice el poeta, de traje y de canciones.

         Debo confesar que cuando comencé la lectura de Numen, hermosamente editado en Granada por la Editorial Nazarí, no había leído la poesía de Pablo Acevedo. Sabía de su apuesta por la poesía “difícil” y de su distanciamiento de la lírica enunciativa y testimonial, mayoritaria entre los poetas de su generación. Pero, tras su lectura, Numen me ha resultado, dentro de su peculiar cosmogonía, además de un paseo poético, de una inmersión como Alicia empequeñecida en la puesta en escena de la naturaleza, un ejercicio sensorial de proporciones mayúsculas que inunda, avasalla y conquista por su amplia gama de fenómenos visuales, auditivos, olfativos, táctiles. Leer a Pablo Acevedo, un adicto a la poesía verdaderamente transformadora —es decir, a la poesía difícil y, por tanto, apóstol de Eliot, de Lezama o de Góngora—, requiere de un esfuerzo adicional. Nos obliga a abrir bien los ojos, prestar los oídos y el olfato, para gozar de la variopinta paisajística de emociones, del regodeo en los aromas, de la belleza plasmada en unos poemas que a veces apabullan y que, por tanto, hacen necesario el remanso contemplativo para, detenidos en cada uno de ellos, atrapar el punto medular que anda por ahí bailando en la sintaxis o en la morfología de la naturaleza.

Para un lector curioso es una mina, pero más allá de su manera de decir, de su magnificencia léxica, estos poemas nos provocan por lo que dicen. Son una profunda reflexión acerca de la relación del hombre con la naturaleza. Una invitación a observar con profundidad el mundo que habla y se revela incluso en cada flor, en cada clase de lluvia o de insecto, una invitación a ver, en definitiva, las cosas con su máximo sentido oracular, como quería Francis Ponge.  

Numen (Editorial Nazarí, 2024) | Pablo Acevedo | 89 páginas | 10 euros

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