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Cien años de desarraigo

ILYA U. TOPPER | “No esperen grandes acontecimientos en mi historia. Solo la miseria que cae gota a gota”. Esta nota la puso Isabelle Eberhardt al inicio de uno de sus relatos argelinos, no recuerdo cuál, quizás ‘Yasmina’, quizás otro, pero no importa mucho, porque la miseria era similar en todos, igual que era similar la choza de barro rojo, el barranco seco con las palmeras solitarias, el uniforme de los tenientes franceses y la casa de putas con soldados borrachos y chicas caídas de uno de esos pueblos ocres. Y también podría servir de lema para Saâda la marroquí: es la misma tierra, son las mismas desgracias.

Isabelle Eberhardt, rusa, judía y alemana, nació en Suiza en 1877, pasó por París antes de perderse para siempre en la gran Argelia bajo el nombre de Mahmoud Saadi, convertida en vagabundo y escritora; murió en una riada en 1904, con 27 años. Rosine Boumendil, judía argelina, nació en Blida, Argelia, en 1876, llegó a París con 32 años y se hizo escritora bajo el nombre de Elissa Rhaïs. No son vidas paralelas. Quizás sean cruzadas.

Pero el paisaje es similar, aunque Eberhardt solía ubicar sus breves relatos, que alguien calificó de esquirlas de piedras preciosas lanzadas al aire, más al sur, en Ain Sefraa o Bou Saada. Rhaïs ha elegido su Blida natal, apenas treinta kilómetros al sur de Argel, y al pie del Atlas del Tell. Por eso, en la primera escena está nevando. La nieve es una miseria si una solo tiene sandalias. Que es lo que tiene la larga fila de familias andrajosas que están llegando desde la estación para buscar trabajo, un empleo cualquiera; de criada, de jardinero, de chapuzas. Es Argelia, les han dicho que aquí hay trabajo. Estamos en 1915. Argelia es francesa. Las familias que llegan por la nieve buscando un techo, una vida modesta, son españoles.

Detrás de ellos viene una familia marroquí. Es lo más abajo del todo que se puede estar.

Ser marroquí en Argelia es una desgracia: siempre te miran mal. (Esto no ha cambiado: es antiguo y es mutuo y es injusto). Y la vida es cara en Blida, cara y fría. Messaud, zapatero, no encuentra trabajo y se va enfurruñando. Su joven mujer Saâda aún da el pecho a la pequeña Auicha; la madre de Saâda, la anciana Friha, es demasiado vieja para trabajar, y su hermano, Sadik, apenas adolescente, es un inútil que se pasa el día en la calle de banda en banda de pillastres. Sí, lo han adivinado: un mena.

Usted, lectora, puede recorrer los 250 páginas de esta novela asimilando, gota a gota, la vida de la Argelia colonial de 1915, y quizás la de cualquier sociedad colonial. Aunque los señores —jueces, policías, funcionarios, colonos, patrones— casi no salen: a diferencia de Eberhardt, cuyos relatos destilan a menudo una rotunda denuncia anticolonial, Elissa Rhaïs cuenta las cosas desde abajo, tanto que los de arriba casi no se ven. Los rencores, los conflictos, todo ocurre entre los de abajo, argelinos y marroquíes, las zancadillas se las ponen obreros, taberneros, borrachos, tenderos.

Pero también puede leerlo como una radiografía de la emigración. Cada uno por su lado, Messaud, Saâda y Sadik sueñan con el Fes que abandonaron en pos de una mejor suerte. Un Fes que la autora pinta —así debe de ser en sus recuerdos— un paraíso sobre la tierra. Este es uno de los fallos de la novela: si su vida modesta era tan agradable, tan plácida, en Fes ¿por qué se fueron? Elissa Rhaïs apenas se detiene en la cuestión: Messaud, al morir su patrón francés, era demasiado orgulloso como para buscar trabajo como ayudante de un marroquí; creía que Argelia era el país de la leche y miel. Como hoy lo siguen creyendo, cambiando Argelia por España, Bélgica, Alemania, cientos de miles de marroquíes. A veces puede verlos caminando sobre la nieve de Europa.

La segunda pregunta, Rhaïs no la responde: una vez comprobado que Blida es una miseria, que va matando lentamente, de hambre, de enfado, de tristeza y de recuerdos, a la familia entera… cuando Saâda, la Saâda que odia a su marido porque la arrancó de Fes y la trajo a Blida, agarra aquel fajo de billetes ¿por qué no va a la estación y pide un billete de vuelta? ¿Por qué se empeña en quedarse?

Porque Saâda tiene un sueño: quiere ser cantante. Cantante de cabaret. Ya no quiere una vida tranquila en Fes. Quiere ser rica y famosa, quiere ser admirada, quiere glamour. Cueste lo que cueste. Por eso se empeña en conquistar Blida. Aunque todo lo demás se quede por el camino, todo.

Hay una tercera manera de leer la novela, pero está reservado, me temo, a la lectora marroquí: Elissa Rhaïs dibuja a sus personajes con amor, con ternura, lamenta el destino al que se ven empujados, no tienen la culpa, no. Pero los dibuja en los términos que un centenario cliché atribuye a las marroquíes en todo el norte de África y hasta el Golfo Pérsico: las mujeres viejas son hechiceras y las jóvenes son putas. Pregúntenlo hoy, 2022, en un consulado de un país árabe, sea Dubai, sea Líbano: les dirán que a una marroquí de menos de 40 años no se le puede expedir visado, salvo si va acompañada decentemente de marido, padre o hermano. Que las solteras ya se sabe como son. (Ahora, lo de que son hechiceras hay que admitir que es verdad).

No es el único cliché de la novela. En su década larga de trayectoria literaria, Elissa Rhaïs ha intentado no ser original sino ofrecer a su público francés exactamente lo que buscaba: orientalismo a raudales, mil y una noches, velos y harén. O eso dicen los que se han leído más novelas de ella. La pobreza que permea toda la Blida de Saâda, le da a esta obra un fondo de autenticidad, de vida trazada según el natural. Intentando tocar fibras sensibles, sí, pero real parece.

Esto no quiere decir que esté bien escrita. No lo es. La autora abusa enormemente de los puntos suspensivos, carga mucho las tintas, estira diálogos sin más motivo que el de crear ambiente, limita prácticamente todos los personajes, salvo los seis protagonistas, a meros figurantes que adquieren importancia solo momentáneamente, para una o dos escenas, antes de disolverse de nuevo. No hay trama digna de este nombre, no hay casi novela; hay poco más que una hilera de cuadros costumbristas con la desgracia acechando al fondo. Es cierto que también Isabelle Eberhardt hacía esto, pero ella limitaba sus esquirlas literarias a cinco, diez, como mucho veinte páginas. Estirarlo sobre 250 no es lo mismo. El goteo también cansa.

A esto se añade otra particularidad de esta edición: la traducción, firmada por el traductor y polemista conquense Luis Astrana Marín en 1922. Tuvo que pensar el ilustre que el público castellanolector quería respirar en un texto todo el aire francés que pudiera, es decir, que pedía malas traducciones. Porque a veces, en nota a pie de página, se enmienda la plana a sí mismo y apunta como estaría bien dicho en español (aparte de agregar observaciones lingüísticas no siempre acertadas). Eso, añadido a que ya Rhaïss pensaba que su público quería todas las palabras argelinas posibles —¿para qué decir mesita si se puede poner meïda?— carga la lectura de una demasiada obvia intención de fotografía costumbrista: aquí importa la decoración, no el retrato.

Lo que no nos tiene que importar aquí es la polémica de si Elissa Rhaïs realmente escribió las novelas que firmó. En 1982, el hijo del sobrino de la escritora aseguró saber que había sido su padre, Raoul-Robert Tabet, argelino judío, quien era el autor. Pero el libro con el que pretendía desvelarlo es una novela, no una investigación. Quizás una venganza tardía: también Elissa Rhaïs jugó mucho con equívocos en los salones literarios de París, donde sus editores la presentaban como argelina musulmana escapada de un harén de un pueblo de la Cabilia. En realidad, criada en una familia judía humilde de Blida, era ex esposa de un rabino de Argel. Pero lo exótico vendía entonces. Y quién sabe si hoy.

Pero imposible no llorar el destino de Saâda y el de tantas Saâdas: cien años solo han cambiado una tierra de desarraigo por otra.

Saâda la marroquí (Renacimiento, 2021) | Elissa Rhaïs | 268 páginas | 18,90 euros | Traducción: Luis Astrana Marín

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