El guardián entre el centeno
J.D. Salinger
Alianza editorial-2007
978-84-206 6085-1
272 páginas
PVP 8€
traducción, Carmen Criado
Jabo H. Pizarroso
Ayer moría por la tarde a los noventa y un años Jerome David Salinger, autor de una de las obras narrativas más carismáticas y misteriosas del siglo XX. En Salinger confluyen leyenda y don de la genialidad a partes iguales y de manera absoluta. Guardián de sí mismo como nadie, guardián de la calma y de la tranquilidad, del desconcierto de lo íntimo, paradójico, “No cuenten nunca nada a nadie”.
Tras el éxito de El Guardían entre el centeno se recluyó en una casa de campo en New Hampshire de la que salieron en pocos años Franny And Zooey, Nueve Cuentos y dos novelas cortas para completar una obra que se quedó ahí, que no siguió creciendo. Vila-Matas lo incluye en su literatura del No bartlebyana y recrea ficticiamente un encuentro con él o con Holden Caulfield en un autobús neoyorquino. El guardián está publicado en España en Alianza editorial y en Edhasa. La edición que manejo es del año 1994, aunque existe una más reciente, del año 2007 en Alianza. Lo más probable es que se reedite en estos días nuevamente. Se trata de un libro que sigue viviendo, un long seller en toda regla. Se comercializan unos doscientos mil ejemplares cada año, según las estadísticas a las que he tenido acceso.
Seguramente que en este autor, como en algún otro, Carver, por ejemplo o Celine, vida y obra estén disociadas, puede ser, o por lo menos la grandeza de una obra como escritor y el carácter y benevolencia de una vida nada amable para con el mundo, sean las dos caras indisolubles de una misma moneda. Puede que a esa percepción ayudara el hecho de que no se dejara retratar nunca. Entró en el circo literario y cundo se dio cuenta huyó de él como de la peste. Pidió que le quitaran su foto de las solapas de su principal obra y se retiró. Su hija publicó hace unos años una biografía autobiográfica de su padre y de ella misma en la que le tacha de despótico, obsesivo, centrado en su mundo y generador de reclusiones mayúsculas entre las que se encuentra la de su madre, de la que Salinger se separó en el año 64. Pero no es nuestro asunto éste.
Toda obra que genera ese imán legendario se rodea de un halo externo de suspicacias y de realidades dudosa que parecen contrapesar el estímulo que tiene de fantástico una genialidad desorbitada. Y que nadie se lleve a engaño. El tipo que escribe las doscientas y pico páginas de El Guardián entre el centeno, el tipo que en una de las pocas entrevistas que concedió aseguraba que parte de su adolescencia estaba allí, en ese libro, el tipo que tras el éxito ciegamente deseado abandona fama, plaza pública, léase Nueva York, y se retira a sus aposentos para centrase en él mismo, ese tipo creador de uno de los personajes más cáusticos, escalofriantes, graciosos, irónicos, terribles y misteriosamente tiernos de la literatura debe guardar en sí mismo ese pozo profundo de animadversión contra el mundo y contra todo lo que le rodea que puede que le hiciera ser alguien no muy amable para con los demás. Tampoco me interesa eso porque nunca viví con Salinger. Lo lei, lo leo y lo seguiré leyendo. Esa es mi convivencia con este autor y a esa convivencia me debo.
A mí lo que realmente me importa es detectar esa aorta principal de la literatura necesaria hoy por hoy que a mi entender comenzó con el Preferiría no hacerlo de Bartleby y polinizó la literatura universal clonándose y renaciendo una y otra vez en personajes como Andrés Hurtado de Baroja, el Mersault de El extranjero, de Albert Camus, o en el protagonista de La Soledad del Corredor de Fondo, de Alan Sillitoe. Curiosamente Sillitoe y Salinger en virtud de las leyes alfabéticas imperantes en cualquier biblioteca regida por un orden normalizado, suelen compartir estantería con asombroso sentido fraternal.
Ese Bartleby polinizó como no a este Holden Caulfield y preñó su nacimiento. Misterio, desconcierto y transparente ironía para desenmascarar el mundo son a mi entender las armas de este personaje. A mí personalmente siempre me dejó clavado al asiento, al sofá, o a la cama que fue el lugar de mi primera lectura del El Guardián, (en una habitación insólita y desangelada de un piso de estudiantes frente al Pabellón de los deportes de la Comunidad de Madrid, puedo recordar cada elemento de esa estancia y cada momento de la lectura), digo que a mí uno de los pasajes que me abrió la llave a la fascinación por este personaje es el momento en el que visita a su profesor de Historia, a Spencer y mientras este le echa la reprimenda de turno, una charla paternal para que cambie de actitud porque le han echado del colegio, para que sea mejor chico, para que entienda las reglas del juego de la vida, Caulfield se evade y mientras le habla ese viejete con bata mal atada, piensa en el lago helado de Central Park de esta manera:
“Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adónde habían ido los patos. Me pregunté donde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta”.
Siento, y más ahora que ha fallecido su autor, que la riada de interpretaciones que se han venido haciendo de este libro han acabado por reivindicar la figura de este personaje como el ídolo de la adolescencia turbia, sin futuro, descastada y nihilista que se apoderó del mundo occidental tras la segunda guerra mundial. Algunos apuntalaron esta tesis con ese detalle macabro, el asesino de John Lennon, aquel profeta del mundo naif pacifista leía el libro de Salinger. Tonterías. Lo que yo vi y veo en este libro es algo más, mucho más. En la conversación con su hermana Phoebe, casi al final del libro, Caulfield, desviando la atención sobre el hecho primordial que le atenaza, que le han echado de un colegio por cuarta o quinta vez, explica a su hermana su objetivo vital, su ideario más bien,
“Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar a donde van yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.”
Y páginas más adelante, el señor Antolini, “el mejor profesor que he tenido nunca”, que dice Caulfield, tras concentrarse en un pensamiento coherente y poder expresarlo porque no para de beber de beber de lo lindo, le otorga a Holden otra receta, otra advertencia para su futuro,
“Puede que a los treinta años te encuentres un día sentado en un bar odiando a todos los que entran y tengan aspecto de haber jugado al fútbol en la universidad (…) O puede que acabes de oficinista tirándole grapas a la secretaria más cercana. No lo sé. Pero entiendes adónde voy a parar ¿verdad?».
Preguntas retóricas. El señor Antolini parece que se lo está preguntando a sí mismo porque Holden lo entiende de primera mano, por eso actúa así, por eso le quita siempre la careta hipócrita a las cosas, un síntoma tan arraigado en la adolescencia y tan vastamente hundido dentro de la brutalidad primitiva emocional de un adolescente que con el tiempo queda sepultado dentro de cada uno y mata la vida por dentro, algo a lo que Cauldfield no está dispuesto a someterse, cuesto lo que cueste.
Caulfield revela mejor que nadie el estado gaseoso por el que pasa el ser humano al atravesar ese desierto humano que va desde los trece a los dieciocho años, y también cuestiona desde esa atalaya difusa, irresponsable, sí, irresponsable, y sin prejuicios, un mundo que se ha destruido a sí mismo porque ha destruido la ingenuidad y la inocencia con misil hace mucho tiempo. Un mundo que ha convertido el bimomio libertad-responsabilidad en miedo-inactividad adulta. Un mundo que engaña. Esos reos a golpe de tinta y pupitre de los que habló alguna vez Félix de Azúa que acaban convertidos en «hombres tranquilos», «tumbas de futuro» y buenos padres de familia, asesinos de la descendencia, aseguradores del estado de cosas y destructores del tesoro más oculto y más poderoso: la creatividad y su indisciplina rigurosa. ¡Cómo se parece Salinger a Thomas Bernhard!, ¡Vaya par! ¡Ese Caulfield todavía tiene que seguir polinizando la literatura!. El guardían murió. Los hijos de su religión lloran un poco y se ponen a escribir o a vivir que da lo mismo o lo mismo da. Saben que la calma no existe y que ya no quedan guardianes que salven a los críos del abismo, porque todavía se repite la misma historia, porque muchos chiquillos siguen, como no, suplicando ternura a los gatos. Murió el fiero y tierno gato Salinger. Amanece el mundo sin Salinger. Hoy es un buen día para el pez plátano, por supuesto.
Sus cuentos, aunque sepultados por la repercusión de «El guardián…», son más que estimables. Algún crítico ha dicho hoy, con bastante acierto a mi entender, que son precursores de la creación de Carver. La inquietud, el desasosiego, la falsedad del equilibro de la clase media americana de los años 50. Los cuadros de Hopper, vaya.
Se nos va un grande, sin duda.
Excelente reseña.
Gracias Daniel. Tienes razón. Yo salté de Hemingway a Babel, de Babel a Salinger y de éste a Carver pasando por Aldecoa. Entre esas islas andamos.
Que entrada tan magnífica.