THAIS GAMAZA | Siempre he sentido curiosidad por las diferentes formas de vivenciar el desarraigo. Una puede sentirse huérfana al abandonar su patria, esa es la forma más clara y visible, pero cuántas personas nos hemos sentido arrancadas de nuestra familia, de una amistad, incluso del propio self, la conciencia de uno mismo, la individualidad o el sentimiento de identidad.
Cuando vi la faja roja que presentaba a Los divagantes, no pude resistirme, —ocho relatos sobre el desarraigo impreso como una promesa. Desde hace unos años, venía siguiendo la trayectoria de esta autora, que si bien me fascinó en El matrimonio de los peces rojos, publicado por Páginas de Espuma en 2013, se ganó toda mi admiración por la apuesta tan valiente que hizo en la novela El cuerpo en que nací, publicada por Anagrama un par de años antes. Quizá por todos estos motivos, deseaba llegar a casa con el libro de relatos en la mano para subrayarlo, desengranar las estructuras, averiguar cómo Guadalupe Nettel trabajaba ese letmotiv que tanto me atraía. Todas mis expectativas, puestas sobre la escritura de alguien, puede que resulten ser algo demasiado exigente y arriesgado.
Es muy difícil mantener el nivel en un libro de relatos. Más allá de los gustos de los lectores y lectoras, requiere de un arduo trabajo de corrección, en el que, sobre todo, debe estar presente la renuncia. La narrativa corta es un género muy estricto con el autor. Esto lo encarna perfectamente una anécdota que contaba Stefan Zweig, en la que durante un día de escritura, tras salir de su despacho, su esposa le comentaba que veía en su rostro el trabajo tan maravilloso que había hecho en esa jornada, a lo que él le respondió— es cierto, he conseguido borrar un párrafo entero — .
Es innegable que la prosa de Nettel te atrapa desde el principio, es una escritora de oficio de la que sigo siendo seguidora, pero en este caso, me he quedado con un regusto agridulce con respecto al conjunto de los textos. Al comenzar la lectura de esta obra, se intuían imágenes de las que se te quedan ancladas en la cabeza durante meses. Sigo soñando, a veces, con escenarios de algún cuento de Mariana Enríquez, o reviviendo la extraña sensación de culpabilidad que me creó un libro de Brenda Navarro; por eso, deseaba con todas mis fuerzas que estos textos dejaran poso en mí.
El relato que inaugura el libro, La impronta, dice sin decir, hace partícipe al lector con un final abierto, en el que la autora te ha guiado durante todas las páginas para que saques tus propias conclusiones, pero controlando que sean las que ella quiere que saques. Es un primer relato que supone toda una declaración de intenciones. Seguido a este, nos encontramos con La cofradía de los huérfanos, en el que, de la misma manera, maneja a los lectores para que vayamos cambiando de opinión conforme avanza la historia. Me frotaba las manos cuando mis expectativas se empezaron a desinflar en el tercer texto, Jugar con fuego. Sitúa la acción tras el confinamiento que sufrimos todos y todas hace escasos años. A mi parecer, no ha pasado el suficiente tiempo desde ese episodio como para permitirnos ver con distancia lo vivido y, por otra parte, considero que no es necesario, — para lo que en la historia se cuenta— situar el transcurso de la misma en ese espacio temporal. En el siguiente relato titulado La puerta rosada, nos presenta una distopía con tintes fantásticos. Es cierto que, a pesar de lo narrado, mantiene la verosimilitud y eso no es algo sencillo de hacer, pero no consigo encajar un suceso así en el conjunto del volumen. A continuación nos encontramos con Un bosque bajo la tierra. El día antes de su lectura, la autora contaba en una entrevista, que posteriormente compartía en redes, la historia real de un árbol albino que se mantenía vivo gracias a las raíces del resto de árboles aledaños. Me pareció un hecho de una belleza tan extraordinaria, que ese puede que sea el motivo por el que, a pesar de que es uno de los relatos en el que más visible nos muestra el sentimiento de no pertenencia, pasó bastante desapercibido tras su lectura. En La vida en otro lugar, la quinta propuesta, he de decir que me enfadé bastante; sin duda sacaría esta historia del volumen. Desde mi posición como lectora, no es verosímil. Rompe el pacto con el lector y deja bastantes cabos sueltos, aunque se entrevé la intención de la autora, — y esta sí que me parece interesante— , creo que no termina de conseguir lo que pretende.
A continuación encontramos la narración que da título al conjunto, Los divagantes, y como esperaba, por fin vuelve a alcanzar el nivel de los primeros textos. La vida de unos niños que retrata perfectamente la situación política durante y tras la dictadura argentina, el inconformismo de los protagonistas que se reencuentran en su adultez y cómo ciertas decisiones de los progenitores pueden acabar modelando nuestras metas.
El último cuento, y permítanme la denominación, se titula El sopor. Guadalupe vuelve a situar la acción tras el confinamiento. Puede que sea algo extremadamente personal, lo reconozco, pero me saca completamente de la historia este uso de un momento vital compartido tan reciente, para sustituir un buen anclaje de los hechos en el tiempo que, bien trabajado, se hace innecesario.
Sí me parece muy acertada la continua presencia de vegetación y de aves idílicas que van trasladándose de un cuento a otro como si nadaran a través de las páginas. Retomando a Zweig, creo que la calidad en conjunto de esta compilación de relatos aumentaría considerablemente, si se hubiera prescindido de al menos un par de ellos, algo que entiendo complejo desde la posición de la autora, pero el anclaje de los rezagados deja finalmente al volumen sin el vuelo que otros de los textos sí que merecen.
Los divagantes (Anagrama,2023) | Guadalupe Nettel |168 páginas| 17.90 euros