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La excepción del heroísmo

510AfewW4DL._SX300_BO1,204,203,200_CORADINO VEGA | Al igual que sucede a menudo con las verdaderas víctimas, que no suelen ser victimistas, quienes se sienten oprimidos carecen con frecuencia de una causa real de opresión. Son los que se declaran insumisos del orden del que también son beneficiarios. De ahí que Tzvetan Todorov eluda los casos más sonoros de insumisión autoproclamada y se centre en los perfiles de otros que lo fueron casi sin quererlo, sin ostentar ni definir ni imponer por lo general ese estado. Etty Hillesum era una joven profesora de ruso cuando el ejército alemán invadió Holanda en 1940. Para evitar que le afecten las medidas antisemitas, decidió inscribirse como trabajadora del consejo judío, pero pidió voluntariamente que la trasladen a Westerbork, el campo de tránsito desde el que se salían las deportaciones. Influida por las ideas de su amante, escribe al mismo tiempo un diario para autoanalizarse. Y en él da testimonio de una actitud ante el mundo casi mística, a medio camino entre Spinoza y el último Tolstoi; una especie de aceptación de lo que venga en aras del amor cósmico que tiene su primera morada en la vida interior y la última en el prójimo. En un principio, Etty Hillesum es una mujer extáticamente espiritual, para quien la vida es buena sea cual sea, que escribe que “hay que volverse tan sencillo y tan mudo como el trigo que crece o la lluvia que cae”; alguien para quien las agresiones sufridas no justifican el odio hacia los agresores, puesto que el odio sólo acaba convirtiéndose en un veneno para quien lo siente. Para ella, el mal que causamos no puede excusarse con el pretexto de ser la respuesta a un mal precedente. Por eso no cree en ninguna respuesta militar ni política. Es imposible cambiar el curso de los acontecimientos. Hitler es tan inevitable como una plaga o un terremoto. La voluntad individual es irrisoria. Lo que cuenta es cómo soportamos el dolor, el trabajo moral sobre uno mismo. Sin embargo, cuando es su familia la que llega a Westerbork, toma conciencia de la resignación de su papel meramente pasivo, y desea por primera vez que los aviones británicos bombardeen las vías que se dirigen a los ‘lager’ de Polonia, y aunque sigue desconfiando de cualquier acción pública y le dice a un amigo marxista que la crueldad del mundo es precisamente la razón para cultivar la misericordia, y piense que lo único que le queda a una persona es volverse sobre sí misma y eliminar todo lo que creemos que debemos eliminar en los otros, su diario deja de ser una confesión íntima para convertirse en una crónica del sufrimiento de los demás. Hillesum se da cuenta de que un gesto generoso y una mirada amable pueden redimir los días difíciles. Y por eso decide entregarse a sus semejantes, convertirse en “un bálsamo para sus heridas”, incluso cuando ella misma pasa de empleada a detenida y la meten junto a su familia en un tren con destino a Auschwitz.        

Germaine Tillion, en cambio, se enrola en la Resistencia para luchar contra el ocupante nazi; y aunque no llegue a cometer ningún acto de violencia, la justifica en el contexto de la Francia de Vichy sin ambages (“era absolutamente necesario hacer algo”); a diferencia de Etty Hillesum, a ella la mueve su republicanismo y el amor por su patria; pero, cuando detienen a sus colegas de trabajo, se siente responsable, y le atormenta la ejecución de sus correligionarios; y entonces, tras ser arrestada ella misma y enviada a Ravensbrück, se da cuenta (como Etty Hillesum) de la profunda tranquilidad que le produce liberarse del odio y de la obsesión por los crímenes alemanes, de que por encima de las causas está la verdad, de que aun reclusa no puede perder “el derecho visceral de vivir”, y se dedica a dar una conferencia dentro del campo para que los demás entiendan dónde se encuentran, se esconde para evitar trabajar y no contribuir al esfuerzo de guerra nazi, escribe una opereta para hacer reír a sus compañeras convictas. Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, Germaine Tillion pierde la fe cristiana, puesto que el mal que ha vivido en el campo es tan excesivo que acaba siendo incompatible con la idea de un mundo creado y ordenado por Dios, pero sin embargo redobla su apego por los valores ilustrados, esforzándose por diferenciar el crimen del criminal, comprendiendo la naturaleza humana del horror nazi, tratando siempre de considerar a las personas individuales por encima de los colectivos o los principios abstractos. Cuando colabora con David Rousset y otros exdeportados para denunciar el totalitarismo soviético, muchos antiguos compañeros de viaje se sienten traicionados, y Tillion les responde: “No puedo decir que algo no es verdad cuando pienso que es verdad”. Someterse de manera intransigente a esa exigencia te condena a una soledad segura. Pero las causas sagradas nunca son eternas: lo que es eterno (o casi), según Tillion, es el sufrimiento de la humanidad; de ahí que la compasión deba servir de correctivo a la propia justicia. Durante la guerra de Argelia, fue enviada por el gobierno francés para emitir un informe y las conclusiones a las que llegó no satisficieron a ninguna de las dos partes. Allí pudo calibrar el estallido del odio en los dos bandos beligerantes, la generalización de la tortura por parte del ejército y la violencia de los atentados contra la población francesa. Y en lugar de tomar partido por uno u otro, diagnosticó las raíces sociales y económicas que habían llevado a la insurrección, decidió a ayudar a las personas sin sopesar de qué lado estaban —lo cual acabaría alejándola inexplicablemente de Albert Camus, otro “traidor” por rechazar la masacre indiscriminada— y dictaminó que la lucha por la igualdad era prioritaria respecto a la lucha por la independencia. Al rechazar todo espíritu de clan, tribu, manada o lealtad de grupo, a Tillion sólo le quedó la militancia de lo verdadero y lo justo; la renuncia a matar en nombre de una causa (“me niego a matar a uno para salvar al otro”); el rechazo de los “enemigos complementarios” que asesinan en espiral como respuesta a una muerte anterior; y la apuesta por “la política de la conversación”: sentarse alrededor de una mesa, mirarse a los ojos, dirigir la palabra al otro y luego escucharlo, estando dispuesto a colocarse en su lugar para entenderlo. Pero Tillion sabía muy bien que la especie humana no siempre es digna de admiración, más bien al contrario; por eso, nunca quiso dividirla entre buenos y malos para reservarse en lugar entre los primeros. “Somos solidarios y corresponsables de todos los crímenes cometidos por toda la humanidad, en la medida en que nos desentendimos de ellos.” Luchó para que los prisioneros pudieran estudiar y tuvieran un trato digno en las cárceles. En 1998 se opuso a la condena de Maurice Papon, dado que entiende que la justicia debe protegernos de los peligros actuales, no castigar los errores pasados; condena a la Iglesia católica por su posición ante el aborto, el terrorismo de Estado, la pena de muerte, los matrimonios forzosos, la ablación del clítoris; su único valor sagrado, completamente laico, fue la dignidad de los seres humanos tomados de uno en uno.

Por su parte, la ferocidad represiva del estalinismo apenas dejó margen para la insumisión. A diferencia de Solzhenitsyn, Borís Pasternak fue primero uno de los escritores oficiales del régimen soviético, mantuvo una ambigua relación con Stalin que le dio inmunidad mientras sus amigos caían poco a poco, escribió poemas que adulaban al dictador, pero llegado un momento comprendió que el artista sólo puede responder a la verdad interior y decidió recluirse a contar su versión particular de la historia reciente de su país como si jamás fuera a publicarse. Solzhenitsyn, sin embargo, supo desde bien pronto que tenía una misión: dar voz a los miles de confinados en el gulag; contar lo que él mismo había visto con sus propios ojos pero no como experiencia personal, sino como un hecho objetivable, con un lenguaje literario acorde a su propósito, convirtiendo ese acto de revelación en un instrumento político que contribuyera al derrocamiento de la dictadura. A Pasternak le fue minando poco a poco su posición privilegiada hasta acabar con los nervios destrozados; de nada sirvió que interfiriera a favor de Osip Mandelstam o de Bujarin; le atormentó toda su vida el destino de su amiga Ajmátova y no haber disuadido a Marina Tsvietáieva de regresar a Rusia. Sólo encontró cierta paz interior cuando decidió desentenderse del oficialismo y empezó a escribir en absoluta soledad El doctor Zhivago. Por eso quizás no le costó tanto renunciar al Premio Nobel y redactar una carta de retractación (extremo que juzgó tan severamente Solzhenitsyn): porque le había costado mucho amar la vida, porque su temperamento no estaba hecho para hacer de guía y porque prefirió atender a la súplica de sus seres queridos. Pasternak no era del mismo material de Solzhenitsyn. La causa que marcó la vida del autor de Archipiélago gulag debía estar por encima de los afectos particulares. Su negativa a ir a Estocolmo a recibir el Nobel nada tiene que ver con la de Pasternak (pues incluso había ensayado el discurso que más claramente pudiera condenar al régimen soviético), sino porque comprendió que en Occidente sus palabras no tendrían la misma eficacia que si permanecía ejerciendo la disidencia en su país, como más tarde comprobaría de hecho cuando tuvo que exiliarse.

Nadie está obligado a convertirse en héroe. Del mismo modo que la primera Germaine Tillion, tanto Nelson Mandela como Malcolm X entendieron en un principio que la violencia estaba legitimada por la violencia aún mayor a la que eran sometidos los suyos, pero Mandela descubrió en su largo cautiverio que hasta el más cruel de sus vigilantes albergaba un rastro de humanidad, y a Malcolm X el islam le hizo comprender que el racismo podía partir también de los negros. Mandela medió entre quienes se resistían a finiquitar el apartheid y los militantes más exaltados de su propio partido. Su coraje moral basado en la prudencia acabó convirtiéndose en la mejor estrategia política. Se esforzó por conocer a sus enemigos tratándolos con cortesía, respeto y humildad; y demostró, situándose por encima de los odios y los miedos, que la benevolencia podía ser el mejor antídoto contra el resentimiento. De sus palabras emanaba la fuerza de la convicción, la sinceridad y la verdad. Como Tillion, rechazó antes de ser puesto en libertad la teoría de los enemigos complementarios. Entendió antes que nadie que su causa, por noble que fuera, no podía conseguirse mediante actos innobles; que la memoria histórica no puede ser confundida con la venganza; que el acuerdo con el adversario es la única manera de garantizar la paz y la estabilidad. Como Solzhenitsyn, o Edward Snowden, se vio obligado a sacrificar su tranquilidad personal y el confort de su familia. El día que Snowden decidió revelar que su propio país no sólo vulneraba la ley practicando escuchas ilegales y almacenando datos íntimos más allá de la sospecha de terrorismo, sino que la acción de su gobierno suponía un atentado directo contra la Constitución, supo que el mundo se le iba a quedar muy pequeño. Cada vez que el profesor David Shulman asiste a un acto para protestar contra un acto injusto de Israel, o se interna en los territorios ocupados para socorrer a la población palestina, o escribe un artículo en el que —sabedor de que no podemos aplicar automáticamente una lección del pasado pero que la confrontación ayuda a clarificar el presente— pone a su país ante el espejo del colonialismo o del Holocausto, está renunciando a la comodidad del silencio para hacer lo que cree que tiene que hacer, lo que no podría dejar de hacer; lo que le hace sentirse más libre, un ser humano, merecedor del orgullo de sus nietos.

Mandela, Snowden, Tillion o Shulman fueron o son extremistas de la moderación; héroes que, antes que aniquilar al contrario, se proponen corregir al grupo del que forman parte. Su ejemplo pone al descubierto el abismo entre las palabras y los actos de quienes actualmente dirigen el mundo. En el funeral de Mandela, con Guantánamo en pleno funcionamiento y las prácticas denunciadas por Snowden sin erradicar, Barack Obama pronunció un discurso en el que dijo que todo hombre de Estado debía preguntarse si había aplicado la lección de Mandela a su vida. La misma Unión Europea que ahora mercadea con los derechos de los refugiados sirios detuvo, a petición de Estados Unidos, un avión en el que viajaba el presidente de Bolivia, violando los tratados internacionales, porque creyó que Edward Snowden —sobre quien paradójicamente recae una acusación de alta traición por espionaje— iba allí escondido. La acción moral sólo funciona en primera persona del singular; moralmente uno sólo puede exigirse a sí mismo; lo contrario es moralismo. Pero sin el componente moral de las personas que la desempeñan, la política no sólo queda vacía de contenido al supeditarlo todo a la eficiencia y la gestión, sino que sus fines acaban también permitiendo cualquier medio. Como la economía, quizás por el temor a quienes los descalifican apelando a la ingenuidad o la hipocresía, los valores morales se han refugiado en el ámbito de lo privado. Hablar de tolerancia, consenso, amor o compasión, actuar de una forma que tiene más en común con el budismo que con la Ley del Talión, puede desatar la burla o el cinismo. Por lo que muy poca gente está dispuesta a hacerlo. Las personas a las que ha dedicado Tzvetan Todorov su último libro lo hicieron sin complejos, en unas condiciones de asfixia que nosotros no conocemos, sacando fuerza de espíritu de la brutalidad, como si del dolor extremo surgiese su valentía. Son una excepción; porque lo normal, en sus circunstancias, es comportarse como la mayoría que ejerce o alienta la barbarie. Todorov —con títulos como éste, El hombre desplazado, La experiencia totalitaria, Los abusos de la memoria o El espíritu de la Ilustración— se suma a ellos.

Insumisos (Galaxia Gutenberg, 2016), de Tzvetan Todorov | 240 páginas | 19,90 € | Traducción de Noemí Sobregués

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