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La relajada tarea de crear monstruos

Quanta gente existe por aí que fala tanto e não diz nada

Ou quase nada.

«Samba de uma nota só», Newton Mendonça y Tom Jobim

MANOLO HARO | La competencia, ubicuitaria en nuestra época, lleva a muchos padres a procurar un futuro para sus hijos que los diferencie y posicione de cara a su enfrentamiento con el mundo. Las familias que se lo pueden permitir se afanan en buscar esa diferenciación en sus más diversas versiones vespertinas (academias de inglés, conservatorios, escuelas de equitación, teatro, circo, etc.). Espaldas cargadas de libros por las mañanas y tiempo cargado de actividades por la tarde. La infancia del primer mundo no es que esté más atendida, está más ocupada. Mientras que estos centros se llenan de infantes, los parques van quedando vacíos a medida que los niños van teniendo posibilidad de pronunciar una palabra, soplar un clarinete o montarse a lomos de un animal. A pesar de la homogeinización a la que sometemos a nuestros hijos, siempre (si el trabajo de aniquilación no es absoluto) prevalece la individualidad y el espíritu de cada uno de ellos. El libro que nos ocupa trata precisamente de cómo la circunstancias vitales y, sobre todo, familiares de diez niños convergieron para que la aniquilación de su espíritu humano fuera absoluta y, por tanto, de cómo el pacto con la Humanidad (eso que facilita el reconocimiento del otro) quedó roto con unas consecuencias que aún hoy están presentes en nuestro planeta.

De Véronique Chalmet, periodista de investigación especializada en criminología y psicología, biógrafa y escritora de novelas de suspense (según reza en la solapa del volumen), no llegamos a acertar tras la lectura de su libro si sabía en qué aguas se introducía cuando comenzó el proyecto de La infancia de los dictadores. Hemos de suponer que seleccionó diez nombres por aquello de la superstición decalógica (dejando olvidados o apartados a otros de monstruosidad contrastada como Fidel Castro, Videla, Galtieri y Pinochet, en el lado americano; o Ceaucescu en Europa, entre otros) e intentó encauzar de forma espúrea, tal como veremos, la información a la que accedió de una forma u otra.

Resulta necesario recordar que el conocimiento profundo de un hombre (al menos hasta donde se pueda llegar) requiere de fuentes fidedignas que muestren al individuo con las máculas que borran los relatos hagiográficos posteriores. Tratándose de niños (algunos de ellos pertenecientes a sociedades o territorios ágrafos en el momento de sus primeros años de vida), la bibliografía consultable se circunscribe a cartas, diarios, entrevistas, etc. siempre de terceras personas que tuvieron contacto directo con los críos que más tarde se convertirían en hombres. Esas fuentes también pueden estar viciadas o edulcoradas por el fuego de la memoria o por el accidental o programado olvido. Por lo tanto, podríamos celebrar el esfuerzo de Véronique Chalmet por iniciar una tarea con tantos escollos, pero no será así, tal como intentaremos dejar claro en estas líneas. Al pasado hay que acogerlo con seriedad: en el libro escasean, en algunos capítulos dedicados nominalmente a un dictador –por no decir que no existen–, citas explícitas y aparato bibliográfico. Ello se podría achacar a esa situación de limbo memorialístico que impone el paso del tiempo y la desaparición de los individuos que podrían haber dado algún tipo de información de primera mano, pero no es así: estamos ante una obra sin sustancia, ligera, naif, con un estilo y una superficialidad de reportaje de suplemento dominical, de la que el lector podrá extraer sus conclusiones más por sentido común que por lo que aquí se le ofrece o escamotea.

La nómina selecta de dictadores que recorrieron el siglo XX y que han dejado tras su paso más muertos que cualquier guerra del pasado está representada por Pol Pot, Amin Dada, Stalin, Gadafi, Hitler, Franco, Mao, Mussolini, Sadam Husein y Bokassa. En la lectura de todas sus infancias vemos un patrón común (si tomamos como verídico todo lo que aquí se expone sin, como ya se ha dicho, fuentes contrastadas en la mayor parte de las ocasiones); su autora, si se hubiera tomado el trabajo de, al menos, dejar preguntas en el aire a raíz de estas coincidencias, las hubiera podido ofrecer como conclusión o aviso para el futuro y para una educación que se fundamente en la observancia de los primeros años de la vida de un niño como preparación para su vida futura. Pero nada de eso se encontrarán en estas páginas. Y no se trata de dejar al lector el campo abierto para que él mismo cace mariposas; las microbiografías que aquí se exponen ofrecen una arbitraria sucesión de datos, sin una estructura común (lo cual habría valido para darle forma a esta informe masa de peripecias vitales), con la rara virtud de no saber acotar qué es la infancia y cuánto dura; estando, en definitiva, más cerca de unos mal agavillados trabajillos de cuatrimestre de un estudiante mediocre (en algunas ocasiones parece que la única fuente es youtube) que de la labor de una “biógrafa especializada”. Chalmet elabora semblanzas con lo que tiene a mano. Pero aquí no hay nada: humo recorriendo un tiempo remoto sin dejar huellas en el lecho seco del paso de los años. No hay, por poner el caso, corriente psicológica o escuela filosófica algunas que sirva de andamiaje para sustentar algo de lo que se dice, ofreciéndose únicamente un cúmulo de datos sin fuente bibliográfica expresa.

Sin método, el fruto recolectado puede llegar a tener una apariencia saludable, pero la carne será inconsistente y las semillas no portarán consigo la fuerza necesaria para levantar un nuevo árbol. Veronique Chalmet olvida que la mirada que había que colocar sobre su trabajo era una mirada convergente. Ese simple detalle hubiera otorgado valor a su ejercicio. Los hijos son hijos también de la circunstancia y del pasado familiar. De hecho, no se puede entender la vida del adulto sin mirar a la del niño y todas las situaciones que lo acompañaron durante su primera infancia y, como no, antes de nacer, pues en todos estos infantes el peso del pasado familiar y de pueblo, junto a su presente infantil, tendrán un indiscutible papel en la deriva de sus vidas. Pueblos sumidos en la miseria, bajo la férula del colonizador salvaje; humillaciones nacionales por guerras no muy alejadas de estos niños; relatos de familia donde los abuelos reviven vejaciones de gobiernos despóticos. Este es el preámbulo de unas infancias a las que se unen rasgos comunes de su entorno familiar, donde las figuras del padre y la madre “convergen” (¡ay, Veronique!) en el desempeño de un papel coincidente. Padres dipsómanos y de una brutalidad sin límites (Stalin, Hitler y Mussolini), mujeriegos (Hitler, Franco, Mussolini), huidos de la familia, “desaparecidos” gran parte del tiempo o “inexistentes” (Amin Dada, Franco, Gadafi, Sadam Husein). La severidad, la brutalidad, la frialdad, la extirpación absoluta de cualquier rasgo de humanidad en muchos casos, conforman un caldo de cultivo peligroso, aun más si se coloca al lado del carácter de unas madres que hacían lo que podían en un contexto familiar como el presentado. En el lado femenino también hay patrón: madres piadosas o muy vinculadas a su religión (Pol Pot, Amin Dada, Stalin, Franco, Mao); o sobreprotectoras en compensación al desapego paternofilial o a la brutalidad de sus parejas (Stalin, Hitler, Mao, Mussolini).

Leer estas notas de infancia a la luz de los resultados posteriores resulta un ejercicio de comprensión para con estos diez niños que fueron. El daño infligido en sus espíritus rebasa toda imaginación. La pubertad ya los muestra desalmados, anímicamente encallecidos, con los rostros iniciando un proceso de petrificación en donde no entrarán los sentimientos ni la debilidad. Todo ello, a pesar de que algunos luchan infructuosamente por dar una versión artística de sí mismo: Hitler y Franco tenían buena mano para el dibujo; Mussolini tocaba el violín con entusiasmo; y Stalin y Mao escribieron poesía en su juventud (y más allá). Resulta interesante constatar que muchos de ellos mostraron cierto fervor religioso en su infancia o estuvieron en la órbita de lo religioso por familia, por cultura propia o por imposición de los colonizadores. Son los casos de Pol Pot, Amin Dada, Stalin, Gadafi, Hitler, Franco, Mao y Bokassa. Casi todos fueron humillados por su procedencia religiosa, cultural, racial o por su apariencia física, y en muchas ocasiones presenciaron desde muy niños la brutalidad sobre su comunidad de mano de los gobernantes o los colonizadores. Lo que pasaba fuera también dentro. Si la historia prospectiva no los absolverá nunca, tal vez una historia retrospectiva a partir de esa pubertad envenenada puede, si no perdonar, al menos entender a estos personajes que devolvieron al mundo de manera sobredimensionada el mundo doméstico en el que se desarrollaron.

De todas formas, se ha de pensar que todo ser humano, bien conformado en su individualidad, tiene las armas en la edad adulta de trascender su pasado personal. Chaplin, sin ir más lejos, sufrió una infancia llena de limitaciones. Por un lado, tuvo una madre que vivía penosamente de lo que lograba sacar de su talento en teatrillos de varietés y barracas de feria, internada en varias ocasiones en sanatorios psiquiátricos; por otro, un padre mujeriego y alcohólico que siempre desaparecía y que acabó abandonándolos. Chaplin sublimó su infancia en el arte que lo haría grande (incluso tuvo tiempo para sondear inconscientemente cómo sería la vida de un tirano en El gran dictador, como si muy en su interior hubiera una semilla posible).

Por último, creemos conveniente llamar la atención sobre el modus operandi de su autora y sobre escaso cuidado editorial por parte de Gedisa. Franco nace en Ferrol; el determinante artículo de “El Ferrol” [del Caudillo] aparece por obra y gracia del régimen, no antes. Las citas entrecomilladas sin fuente expresa responden a un intento de crear realidad donde no la hay; así oímos hablar a la madre de Stalin o al tío materno de Sadam Husein cuando éste tiene cuatro años (“Arriba, hijo de puta, muévete”, p.149) sin saber a ciencia cierta desde donde lo hacen. La Guerra Civil española acaba en 1939 y no en el 37 (p.105). La traducción muestra deficiencias imperdonables como en las páginas dedicadas a Mussolini: “con nosotros o en contra nuestro”. Chalmet no acierta a ver la paja en el ojo ajeno cuando en una de las pocas citas a pie de página escribe: “Rauschning, H. Hitler m´a dit, Pluriel, París, 2012. Prólogo de Raoul Girardet. Se trata de una obra criticada por las supuestas confesiones que Hitler le habría hecho directamente al autor” (p. 84). Un impropio estilo papel cuché también se deja ver por estas líneas cuando se cuenta la boda de los padres de Stalin: “Besó y Keke se juraron amor y fidelidad. Un verdadero cuento de hadas al estilo caucasiano. Los vecinos cantaron en honor de aquella hermosa pareja antes de festejar hasta el alba, se dejaron llevar por la música, las danzas endiabladas y las historias subidas de tono contadas por narradores” (p.42). Por contra, el texto más contextualizado será el último, el dedicado a Bokassa, pero el mérito es de André Gide (al que sí cita) y su Viaje al Congo (1927-1928), el cual le sirve a la autora de pórtico para dar entrada a la vida del crío.

Para los que descreen de lo que la infancia supone para la posterior existencia del niño, este libro, bien enhebrado y con fundamentos bibliográficos que lo respaldaran, hubiera sido un volumen de referencia y una invitación a la reflexión acerca del asunto. Estos niños que pueblan La infancia de los dictadores se toparon con una época que facilitó su posicionamiento en la cumbre del terror. El advenimiento del hombre masa se topó con el culto a la personalidad (enfermiza) de estos hombres. Hoy el hombre masa ha mutado a una forma imprecisa: el culto a la micropersonalidad es una anomalía que se expresa de muy diferentes maneras, casi todas vinculadas al consumo de lo que sea. La figura del dictador también deambula travestido en formas de democracias enfermizas u otras formas de gobierno no manifiestamente dictatoriales. Los niños sí son niños en su llegada al mundo. Lo que serán luego dependerá en buena medida del acompañamiento de sus familias. Tomen buena nota de ello.

Post scriptum: Con enorme sorpresa constato que la prensa (seria en algunos casos) ha recogido la publicación de este libro como un mero hecho editorial, pero en ningún momento ha puesto en tela de juicio el deficiente modus operandi de la investigación, los errores de bulto descritos arriba, la paranormal presencia de voces sin fuente expresa, etc. Habría que comenzar a pensar en de qué manera se abordan asuntos de trascendencia evidente para la calidad de la cultura en una prensa que ha sabido cambiar verdad por espectáculo o primicia, reflexión y serenidad por desmesura e inmediatez. Nada diré sobre las reseñas literarias en versión audiovisual que pueblan la red y que adolecen de profundidad crítica, siendo una muestra de las habituales laude que se presentan en las recensiones en prensa. Para muestra un botón sonrojante: https://www.youtube.com/watch?v=P9fnjfkF3vA

Se da el caso de que la propia autora agradece personalmente esta “reseña” que, finalizando (17´30´´), invita a los interesados a bajarse el libro en formato pdf (tal como lo ha leído “el reseñista” para la grabación del vídeo). Que cada cual saque sus propias conclusiones.

La infancia de los dictadores (Gedisa, 2019)| Veronique Chalmet | traducción de Heber Ostro | 148 páginas | 16,90 €

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