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La respuesta luminosa

Adobe Photoshop PDFCORADINO VEGAHoy día uno convive con una lectura del mundo que parece extenderse cada vez más, la de la autosuperación y el pensamiento positivo, y que resulta tan engañosa como reduccionista e incluso algo totalitaria en las versiones del ‘coaching’ o las franquicias de dentistas con hilo musical. Frente a ella, sin embargo, tampoco es infrecuente toparse con la falacia hipócrita que niega que alguien pueda ser honrado y feliz mientras haya capitalismo; o con una de sus variantes íntimo-estéticas: aquella que sigue pensando que la hondura artística sólo está reservada a quienes enturbian el agua o caminan en el interior de los abismos, con sus “gestos comerciales de abandono y languidez”, como dice Francisco Javier Irazoki para referirse a lo contrario de lo que para él supone la poesía de Eloy Sánchez Rosillo. Pero entre tanto ruido y tanto maniqueísmo y tanta simplificación, lo que uno puede comprobar de verdad es cómo la mirada reflexiva y escéptica (a menudo tachada en un sentido peyorativo de equidistante o de “tibia”), a la manera un poco como la de Montaigne con su celebración sin ostentaciones ni cursilerías, su lúcida claridad soberana y su gratitud ante las cosas bien hechas y lo que de bueno tiene la vida, es la única que en realidad está en peligro de extinguirse. Y quizás no sea fruto de la casualidad que de una tierra quebrada por el sectarismo tribal como ha sido el País Vasco de los últimos cuarenta años, hayan salido las voces de Fernando Savater, de Fernando Aramburu, de Iñaki Uriarte o de Francisco Javier Irazoki, tan distintas entre sí y sin embargo con una especie de nervadura común: la del coraje cívico y la libertad de criterio y el espíritu ilustrado y el sentido del humor y la cordialidad a la hora de proponer una respuesta que arroje luz a lo muy complejo.

En su último libro, que es un conjunto de poemas en prosa o de rememoraciones o de pinceladas ensayísticas con tendencia al aforismo, Irazoki, que parece ser un escritor incapaz de ofenderse ni de ofender, hace recuento de las presencias y ausencias que han dejado en él una huella artística o enseñanza de vida, desde familiares o personajes anónimos hasta escritores o músicos conocidos: su padre, su hermana, su tío, pero también Ramiro Pinilla o Leopoldo María Panero o el propio Aramburu; los Mandelstam, Ajmátova, Bach tocando blues o Jimi Hendrix o Charlie Parker, junto a músicos callejeros, un ‘clochard’ o un anciano que a sus noventa años dice que su existencia ha sido hermosa. Esos seres forman la orquesta de afectos que es también un retrato generacional y el paisaje íntimo de un poeta especialmente dotado para el símbolo, con un rastro de su juventud surrealista en la imagen alucinada, pero que por encima de todo tiene una expresión limpia, que quizá sea el mejor correlato de su elogio de la bondad y su rechazo a las tristezas obligatorias, y que es muy consciente a la vez de que “la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta la conciencia”.            

La brújula moral que las figuras de los evocados regalan al poeta lo orienta en un mundo en el que existen los opulentos junto a los pobres y los que matan en nombre de una patria o un dios: en un territorio en el que la pureza y las banderas ensangrentadas y la justificación de los crímenes políticos conduce a que la conciencia sea una forma de soledad, pero también en el que la generosidad pueda ser divertida; la ética, discreta; el humor, compasivo; la razón, festiva; y en el que la serenidad aparezca envuelta de placeres terrenales. En ese mundo habitado por sombras que a veces el poeta quiere recuperar y, otras, tirar al río como cuando Sonny Rollins echaba a andar perseguido por sus propios temores, tocan los músicos callejeros, las personas que se alejan de uno con su muerte o su desamor o su traición pero que de repente vuelven para unirse a los maestros y los seres queridos, todos mezclados, en esa orquesta que escucha un hombre que se sabe efímero, que ensalza la vida en que se consume, y para quien cumplir años no es otra cosa que celebrar el tiempo desde la convicción de dar una respuesta luminosa a los días.

Orquesta de desaparecidos (Hiperión, 2015), de Francisco Javier Irazoki133 páginas | 12 €

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