“El misterio, según había leído en alguna parte, no consiste en la ausencia de sentido, sino en la presencia de más sentido del que podemos comprender.”
Dennis Covington
JABO H. PIZARROSO | Lo mejor que te puede pasar con un libro es que comiences su lectura sin tener ni puta idea de qué trata ese nuevo artefacto que sujeta tu mano como si fuese una bomba, desde el pulso de tu pulgar derecho opositor. Lo mejor que te puede ocurrir con un libro que has arrancado a leer sin que te interese en demasía el tema que aborda, es que desde las páginas primeras te meta en un tiempo epifánico y lector inconcebible, inusual, descubridor, sorprendente, y que haga que el desinterés inicial se aplaste, se estire, se condense y se magnifique en cinco horas de madrugada una noche de muertos, con las pupilas secas, pegado a sus páginas como un galeote enyesado a su remo redentor.
Lo mejor seguramente que te puede pasar con un libro es que te salve del marasmo lector en el que te encuentras, de la calma chicha de tanto libro papelote, de tanta novela papanata, de tanto periodismo de estómago agradecido y de tanto letraheridismo pretencioso, olvidable, prescindible. Lo mejor que te puede pasar con un libro mientras lo lees es que sientas que agarras serpientes a puñados y las agitas como un fanático a una audiencia improvisada de locos que gritan y bailan a tu alrededor a punto de ser internados todos en la séptima de Santiago.* Lo mejor que le puede pasar a un lector con un libro es que pruebe el aire sagrado de una revelación narrativa cuando como a una serpiente, una obra literaria lo saque de la caja de roble de su vida. Esto, en el fondo, es Salvación. Esto, en el fondo, son también todos y cada uno de los libros de Dirty Works. Quién los probó, lo sabe.
Dennis Covington nació en Birmingham en 1948. Quería ser guarda forestal pero no se sabe muy bien por qué, se interesó por la escritura, llegando a convertirse en uno de los alumnos de Carver y de Cheever en la Universidad de Iowa. Nació también en El Salvador, escondido en una acequía, al lado de su fotógrafo Jim, con la cara pegada al barro y la vista fija en la espuma del agua de un riachuelo, mientras por encima de sus orejas atornillaba el aire una balacera del ejército salvadoreño contra guerrilleros del FMLN, en el charco sangriento de los años ochenta centroamericanos, poco después de que asesinaran a Oscar Arnulfo Romero:
“Jim y yo nos tiramos a una acequia de desagüe. Los tiros, muy cercanos, eran constantes. El aire sobre nuestras cabezas estaba lleno de balas. Y el tiempo prácticamente se paró (…) Al igual que otras sensaciones físicas, el sonido de ventosa de mis botas en el barro, el zumbido de insectos, el picor del sudor, la luz sobre el agua me resultaba preciosísima, como si fuera algo que yo sabía que estaba a punto de perder. Estuvimos en aquella zanja media hora. Yo estaba seguro de que íbamos a morir. Por primera vez, me di cuenta de lo mucho que quería vivir. Fui un desvergonzado en mi oración interior. Lo prometí todo. Salimos con vida, pero cambiados.”
Había ido allí con mil dólares que pidió prestados para reportar la guerra civil del pulgarcito de América, ese país tan pequeño que cabe en un libro de Roque Dalton. Vicky, su mujer, y él, querían ser escritores y les pasó un poco como les ocurrió a Carson McCullers y a Reeves, cuando pactaron ambos dedicarse a escribir, pero sin ese éxito tempranero llamado El Corazón es un cazador solitario:
“A partir de entonces me dedicaría a escribir. La idea tenía un aura romántica. Fue un momento maravilloso cuando dejamos los trabajos, mandamos a paseo el sentido común y nos dirigimos hacia el sur. Sentíamos que nos habíamos embarcado en la rebelión definitiva: habíamos agarrado nuestra vida con nuestras propias manos”.
Curioso. Agarrar la vida con las propias manos como quién agarra una serpiente venenosa.
Esa escuela de periodismo salvadoreña, de muerte, de asesinatos, de torturas y de locura genocida organizada por la Secretaría de Estado norteamericana, para evitar que la revolución cubana y el sandinismo se extendieran por el mapa centroamericano, caló muy hondo en este escritor y lo convirtió en un periodista de calle, un reporter a la búsqueda de una salvación y una entrega en cada artículo escrito y en cada proyecto iniciado:
“Me hice periodista en El Salvador. Y allí me ocurrió algo más. Fue más que aprender un oficio y un nuevo idioma. En El Salvador encontré el antídoto a una vida convencional: pasé mucho miedo. Desde entonces no he sido el mismo.”
Las profesiones no premeditadas fundan oficios, a veces, de tan impensables, vitalicios. Metido hasta las trancas con su mujer en las piscinas faulknerianas del alcoholismo perpetuo de clase media baja del Sur norteamericano, Covinger necesitaba algo que le sacara del marasmo y del spleen vital que gobierna la vida de tanta escritora y escritor del sur, para los que un sótano como almacén donde poder escribir y un alambique en el desván que produzca dos botellas de whisky al día, son con mucho el mejor tesoro que este mundo infernal pueda regalarles. Y a la vuelta de El Salvador, descubrió una pequeña nota de prensa en un periódico de Birmingham, en la que se decía que un hombre había intentado asesinar a su mujer obligándole a que le mordiera una serpiente diamantina, una de las doce que guardaba en sendas jaulas de madera en el garaje de su casa, muy cerca de las torres impolutas y sin estrenar de la central nuclear de Bellefonte. Decidió seguir el rastro de esa noticia y escribir un artículo sobre Glenn y Darlene Summerford y voló hasta Scotssboro, donde se estaba celebrando el juicio que puso en la cárcel a Glenn una vez que fue condenado a noventa y un años de cárcel por intento de asesinato. Lo que solamente iba a ser un artículo para el New York Times, se convirtió, con el tiempo, en esta Salvación en Sand Mountain.
En un descanso del juicio, intrigado y desconcertado por todo lo que está escuchando en la sala donde se celebra la audiencia, Dennis Covington consigue hablar con la mujer de Glenn, Darlene, también como Glenn, manipuladora sde serpientes, a la que su marido quiso asesinar diciéndole por las malas, borracho como una cuba, que metiera la mano en la jaula de una de sus serpientes si no quería que él mismo le agarrara de los pelos y le obligara a meter la cara para que le mordiera la diamantina en la boca o en los párpados, y le pregunta, le hace esa pregunta inicial, una de las preguntas que va esculpir este libro reportaje, esta novela de autoficción, la pregunta que explosionará durante años con la obsesión con la que estallan los temas que tienen recorrido narrativo y en los que un escritor se puede enfangar hasta las trancas, convirtiéndose incluso en actor de lo que está investigando y contando,
“¿Qué se siente al sostener una serpiente en las manos?.”
“Te sientes diferente, le contestó Darlene, es por saber que tienes poder sobre las serpientes.”
En las tierras del Sur Confederado, entre Tennesse, Alabama, Kentucky y Las Virginias, existe hoy un destartalado mapa incógnito de iglesias cristianas que siguiendo las prédicas de revelaciones de orden pentecostal o evangélico, celebran sus ritos semiocultos en galpones de antiguas serrerías o gasolineras, con paisajes postindustriales en los campos de alrededor, en los que el Espíritu de lo alto se les aparece a los predicadores mientras azuzan manojos de serpientes entre sus manos empuñadas y hablan lenguas. Son los serpeant handlers, los manipuladores de serpientes, hombres y mujeres de extraña condición, de raigambres parecidas, de árboles genealógicos de común tronco, de vidas rotas y remendadas a lo patchwork, que en su locura o en su frenesí extático religioso-espiritual, beben estricnina, veneno para ratas, y se sienten tocados por un hálito divino cada vez que se secan el sudor de la frente con dos cabezas triangulares de serpientes venenosas como trapo vivo y en ocasiones mortífero.
La leyenda cuenta que en 1910, un hombre llamado George Went Heanley, fue el primer manipulador de serpientes con objeto redentor y religioso dentro de una iglesia. Murió en 1955 a consecuencia de la mordedura de uno de los animales que estaba manipulando. Se trata de la comarca final de los Apalaches, encima de Florida, lugar mítico donde los haya y al que un conquistador llamado Cabeza de Vaca puso tal gracia una vez que decidió perderse en la frondosidad de las montañas y paisajes de un nuevo mundo por fundar, con pies de indio, metido a indio, abandonando al hombre occidental colgándolo de un tótem apache, con la furia de un Lope de Aguirre más.
A finales del siglo XVIII y durante la primera mitad del siglo XIX, también llegaron a estas tierras los hijos pobres de las Tierras Altas de Escocia y los angloirlandeses que aún no sabían que el hambre también podía cerrarse con alimento para cerdos: patatas. Montañeros recios, juergones, ruidosos, borrachos de primeras y últimas horas del día, pioneros y exploradores de otras montañas muy distintas a aquellas de las que partieron pero también muy parecidas. Llegaron no a invadir un mundo pero sí a transportar otro en sus andrajos si conseguían llegar a tierra firme tras atravesar un atlántico que elegía a los más fuertes para su postergada salvación. Trajeron sus ritos, sus costumbres ancestrales. Llegaron a las tierras del Sur y empezaron a enterrar a sus muertos con montículos de sal en la barriga para indicar el camino al alma en su despedida y evitar la monserga infernal de los diablos. Trataron de vivir como sabían pero llegó un momento en el que perdieron sus coordenadas emocionales, y pasaron de ser campesinos a ser obreros a jornal, mano de obra embridada a industrias que ahuman el sol con sus torres altas de progreso, criaturas perdidas en cementerios existenciales donde la vida muere a diario durante doce horas de trabajo. Deslocalizados y metidos en un gran fuera de juego histórico, recogieron las prendas rotas de sus ancianas creencias y entendieron que en la literalidad de una cita evangélica, San Marcos, 16:18, “tomarán en sus manos serpientes, y si beben algo venenoso no les hará daño. Además, pondrán sus manos sobre los enfermos, y estos sanarán”, se escondía el misterio del ser humano. Y comenzaron a llevar a cabo lo que el testamento indicaba.
Covington no lo tenía muy claro. Pero aún así, entre idas y venidas, entre consejos de su editor y de otros, con la ayuda de dos fotógrafos, Jim y Melissa y con la compañía de Vicky, su mujer, emprendió el camino de investigación que nos meterá como lectores en este ensayo, en esta novela, en este trabajo periodístico de primer orden para acercarnos a los manipuladores de serpientes y sus rituales. Con Carl, uno de los predicadores, se establecerá un tour de force a lo largo de todo el libro, un libro que también es un tratado de antropología humana, un estudio sociológico y una aventura en la que lo asombroso, lo inesperado y lo insólito se reparten a partes iguales en cada uno de los desagües que se vuelcan desde las tolvas de cada capítulo revelador, con una estructura de operación quirúrgica, sanadora.
Aunque parezca excesivo, Salvación en Sand Mountain también es un monumento al periodismo bien hecho. Hijo de alguna forma de la escuela americana del nuevo periodismo que iniciara Truman Capote en Sangre Fría, este libro es crónica hecha desde un gran pedazo de vida de su autor, trozo verdadero de su existencia, experiencia incalculable que nos mete de lleno en el mundo de los manipuladores de serpientes y nos salva de nosotros mismos desde la comprensión de experiencias ajenas a nuestra cómoda existencia indiferente.
Entreveradas en el libro hay multitud de metáforas y consejos acerca de lo que debe ser el periodismo, acerca de la actitud del investigador, el periodista que se enchufa a la tierra del tema que trata y se inmiscuye en el asunto que desarrolla narrativamente. En el primer encuentro con Carl, uno de los predicadores, cuando Dennis le cuenta lo que está escribiendo, Carl le da un primer consejo: “Mientras digas la verdad, será edificante para el cuerpo de la iglesia. Será como si estuviera difundiendo el evangelio, ¿no?”, y Dennis piensa para sí mismo, y así lo escribe:
“Asentí. Aunque me pregunté si el Hermano Carl conocía ya la inevitable traición que se interpone entre el periodista y el tema sobre el que escribe.”
Y muchas páginas más adelante, cuando la fusión entre el periodista y el tema a investigar es casi exacta, cuando la implicación y el compromiso son totales, antes del momento bautismal del libro, otro de los manipuladores de serpientes, esta vez Charles McGlocklin le dice,
“Así que ten cuidado, ten cuidado con quién te pase la serpiente.”
Hay libros que marcan un antes y un después en la maratón lectora de una vida. Hay libros que son el muro que hay que atravesar para acercarse a alguna de las metas que acarician el sentido de los muchos misterios de la acción humana. El hermano Dennis, junto a los hermanos Nacho, Lucini y Tomás nos regalan con Salvación en Sand Mountain una epopeya terráquea, real y gozosamente narrada. Solo queda decir una cosa más, repetirla más bien:
En este mundo debes tener cuidado, mucho cuidado con quién te pase la serpiente. Atrapa esta si tienes el espíritu léctor que se merece esta víbora cobriza.
*Séptima de Santiago. Planta de Psiquiatría del Hospital de Santiago de Vitoria-Gasteiz.
Salvación en Sand Mountain | Dennis Covington | Dirty Works, 2018 | 250 páginas | 23€ | Traducción de Tomás Cobos