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La vida es un sumidero

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JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Difícilmente encontraría en la actualidad el raro y extravagante de Pedro Luis Gálvez (Málaga, 1882-Madrid, 1940) editor que se aventurase a publicar una novela que llevara por título uno tan poco estético o comercialmente aconsejable como La cochambrosa. Ha sido precisa la confluencia de los intereses literarios de Abelardo Linares y de Javier Barreiro, dos espeleólogos de las letras, para que esta obra encuentre feliz acomodo en la colección Biblioteca de Rescate de la Editorial Renacimiento. A veces, uno se pregunta si esta loable misión de salvamento que emprenden algunas editoriales no acaba por resucitar autores y obras a los que más les valdría seguir durmiendo el sueño de los justos, por su escasa calidad o por su nulo interés literario. No es, desde luego, el caso de la obra de Gálvez, un autor desigual -me interesa personalmente bastante más su poesía que su narrativa- al que las disparatadas y, también, trágicas vicisitudes de su vida llevaron a la más absoluta de las desconsideraciones. Sin embargo, como el mundo editorial es harto imprevisible, cuando en 1996 el escritor Juan Manuel de Prada convirtió a Pedro Luis Gálvez, un escritor menor, en el personaje más importante de su novela Las máscaras del héroe, la suerte del malagueño del Perchel cambió de repente. El libro de Prada, que nos acerca a la vida de la bohemia literaria madrileña del primer tercio largo del siglo XX, recuperó a un personaje contradictorio, patético y miserable que rondó los arrabales literarios y periodísticos de aquella época. Reivindicación que trajo consigo no solo que volviera a circular el anecdotario vital de Gálvez, sino también su obra. Así vio la luz la antología Negro y azul, que Andrés Trapiello preparó para La Veleta en Granada, y años después, en 2014, la biografía que, antes de su muerte, había realizado Francisco Rivas -y que Juan Bonilla rescató de la casi desaparición- sobre este tipo legendario y emblemático, símbolo de nuestra más genuina bohemia. Se volvía a hablar de Pedro Luis de Gálvez como antaño, como la figura que se ganó a pulso un papel en Luces de bohemia y ocupó fascinadas citas de Baroja en sus memorias, comentarios de Carrere, de Ruano, de Max Aub, de Cansinos Assens –que lo llamó ulcerado y bueno- o de Gómez de la Serna. Y aun del mismísimo Borges, quien ya ciego todavía recitaba algunos de sus versos y recordaba la noche en que el escritor malagueño lo llevó a conocer el ultraísmo de mancebía. En ese actual empeño, Renacimiento ha rescatado la disfrutable El sable. Arte y modo de sablear y tiene en proyecto hacer lo propio, también con Barreiro como editor, con su obra narrativa breve.

Rica en penurias y desdichas, su vida novelesca, errabunda y airada fue un rosario de leyendas y de anécdotas pintorescas y crudas, empezando por aquella, la más repetida y no por ello menos falsa, de cuando se le murió un hijo y lo metió en una cajita de pasas paseándolo por los cafés como recurso lastimero para sacar unas pesetas. Verdades y mentiras que transcurren sobre el telón de fondo de una bohemia suburbial y patética, con más sombras que luces, de la que Gálvez formó parte, como Sawa o Dorio de Gádex. Mas siendo su vida, episódica y casi inverosímil, altamente suculenta para los amantes de los bajos fondos literarios, lo que aquí y ahora nos interesa es reivindicar la calidad literaria (solo ella justifica a un autor) de este creador maldito pero cuidadoso con las formas, prosista lúcido y digno y magnífico autor de sonetos.

La Cochambrosa es una novela estimable de principios del siglo XX, con alguna que otra -sobre todo en el lenguaje- lógica influencia modernista. Primera y, hasta ahora, prácticamente desconocida obra de Pedro Luis de Gálvez, no se sabía de edición alguna de la misma hasta que Javier Barreiro la localizó en la Biblioteca Pública Provincial de Cádiz, publicada por entregas en el periódico liberal Heraldo de Cádiz a finales de 1905, fechas en las que el malagueño se encontraba preso en una cárcel gaditana, a la espera de juicio por injurias proferidas contra la monarquía en un mitin republicano celebrado en 1904 en Jerez de la Frontera, que le supondría varios años de encierro antes de ser indultado. Las peripecias de Barreiro para seguirle la pista a la vida y obra de Gálvez en general, y de esta novela en particular, merecerían conformar un penúltimo capítulo en la biografía del escritor bohemio.

En muchos sentidos, La cochambrosa es una novela de iniciación, similar a muchas otras escritas durante la primera década de ese siglo –El árbol de la ciencia o Antonio Azorín, por poner algún ejemplo-  en la que un joven inquieto, con una gran vocación por la pintura, llega con su familia desde una aldea indeterminada de la costa malagueña al Madrid de los últimos años del XIX. Con sus aspiraciones pictóricas -uno de los numerosos elementos autobiográficos del texto, pues Gálvez estudió Bellas Artes y era un pintor aceptable- trata de abrirse paso en una sociedad confusa y cerril en la que no encuentra más que el rechazo, el desencanto y la molicie. Es el típico choque con el mundo, la incapacidad de un joven y entusiasta creador de integrar su sensibilidad en esos ambientes trasnochados y las consecuencias de la decepción encarnadas en el escepticismo extremo y la decepción final. Es curioso que el personaje principal de la novela se llame Elías Jiménez, cuyo nombre es el mismo que el del protagonista de la considerada primera novela bohemia de 1864, El frac azul (Memorias de un joven flaco) de Ernesto Pérez Escrich.

Pedro Luis de Gálvez aprovecha su estadía carcelaria para hacer en esta obra una especie de recapitulación de su pasado y experiencias personales, de sus juveniles dedicaciones a la religión y al arte, de sus enfrentamientos con su padre -un funcionario ultracatólico-, de su iniciación en la bohemia. La novela es rica en muchos aspectos para quienes gustan de toda aquella época y de sus contextos literarios: aparecen sendas semblanzas del francés «ultra desfalleciente» Enrique Cornuty o del poeta y dipsómano Pedro Barrantes, dos de los bohemios más excesivos y de los que menos de sabe. Las opiniones de Gálvez sobre arte y estética son igualmente interesantes. Su ideal de belleza no es convencional y nos aproxima a su gusto por el simbolismo. Aparecen, en ese sentido, Picasso o Moreno Carbonero. De hecho, la novela comienza con una digresión sobre el célebre cuadro que el pintor suizo Arnold Böcklin dedicó a la guerra.

No obstante, también el alter ego de Gálvez nos presenta su vida en el seno de una familia tan pedestre como reaccionaria, junto a su padre o a Carlota, su hermana menor tuberculosa; sus amoríos; sus insatisfacciones y contradicciones. En fin, las encrucijadas de un joven idealista que se dispone a iniciarse en la vida -con ese regusto por la filosofía de Nietzsche o Schopenhauer– sin una sólida voluntad para imponerse a sus derroteros. Hija de su tiempo, para ser una primera novela está bastante bien escrita, aunque tiene algunas  imperfecciones en la construcción derivadas probablemente de las condiciones penitenciarias en las que Gálvez la escribe.

El título de la novela se aclara al final, al más puro estilo tremendista: “Ahora veo la luz… Tenías razón al decir que la vida no merece vivirse… ¡La Vida! ¡La Gran Cochambrosa! ¡El humano estercolero! ¡Todo es mierda!…» Un desenlace que me ha recordado un inicio reciente: el del contundente y provocador ensayo El mundo feliz de Luisgé Martín: «La vida es un sumidero de mierda, un acto ridículo o absurdo…»

Al final, cada uno cuenta la fiesta como le va y, desde luego, el autor de La Cochambrosa tiene argumentos más que sobrados para considerar la propia más como ese sumidero que como un acontecimiento dichoso. Una vida «cochambrosa» de la que tampoco escapó su muerte. Fue fusilado por Franco el 30 de abril de 1940, tras un Consejo de Guerra al que no logró convencer de que su militancia comunista había tenido más de farsa y supervivencia que de verdadera convicción política, pues se había dedicado a salvar la vida de la muerte segura o de la cárcel perpetua a escritores del bando nacional como Ricardo León -de quien había sido negro- o el ya citado Carrere, y hasta del famoso portero Ricardo Zamora, al que sacó de la Modelo. No obstante, esa generosidad no fue tenida en cuenta a la hora de salvar la suya.

La Cochambrosa (Biblioteca de Rescate. Editorial Renacimiento, 2018) | Pero Luis de Gálvez | 164 páginas | 15,90 euros | Edición de Javier Barreiro

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