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Literatura del subsuelo

las-estatuas-de-aguaMis protagonistas son la voz de mi madre y la mente que tenía cuando tenía trece años.” (Harold BrodkeyRelatos a la manera casi clásica)

REBECA GARCÍA NIETO | El reino de Fleur Jaeggy no es de este mundo. No es que quiera ponerme bíblica, es sólo que los libros de la escritora ítalo-suiza no transcurren en las coordenadas en que estamos acostumbrados. Este libro en concreto, el tercero de Jaeggy, está en otro nivel. En desnivel, más bien. De hecho, la “trama” se sitúa en un sótano de una casa ubicada en un callejón sin salida de Ámsterdam. Es normal, por tanto, que al principio el lector se encuentre un tanto desubicado. Al menos es lo que me ha pasado a mí. Lo único que en esta ocasión, a diferencia de otras obras de esta autora, el extravío me ha durado lo que dura el libro. Como no quiero ponerme tan críptica como la laberíntica Jaeggy, hablaré claro: he leído Las estatuas de agua tres veces y no he entendido gran cosa; pese a ello, el libro me ha gustado. Intentaré explicar por qué.

Susan Sontag dijo que la de Jaeggy es una escritura personal y radical. Es radical en el sentido de que lo apuesta todo a la carta del estilo, del lenguaje. A diferencia de lo que ocurre en sus novelas posteriores (pasaron nueve años hasta que publicó la magnífica Los hermosos años del castigo), en esta ‘nouvelle’ no hay una trama propiamente dicha, no hay suspense y, por tanto, no hay tensión. En este caso, lo que suele empujar al lector a seguir leyendo -ese “querer saber qué pasará al final”- no tiene ningún sentido. El lector sólo disfrutara de Las estatuas de agua si se deja llevar por el flujo de las palabras. Eso sí, que se olvide si cree que este libro va a ser como un plácido chapuzón en un tranquilo lago alpino o un cálido baño termal, porque lo que Jaeggy propone es una inmersión en unas turbias, y gélidas, aguas subterráneas.

La ‘nouvelle’ arranca con la muerte de la madre del protagonista, Beeklam, cuando éste era un niño. En ese momento, el chico toma la decisión de “vivir como un ahogado”. Para ello, abandona a su padre, que acaba de enviudar, con la idea de “comprar estatuas”. Desde entonces, vivirá en un sótano, alejado del mundo, rodeado de sus estatuas de agua. Esta primera escena, “ese día mundano of my mother´s loss”, contiene ya elementos característicos de la prosa de Jaeggy. Como en los libros de Agota Kristof, la crueldad infantil, esa “estética de la masacre”, es marca de la casa: “¿Quién no ha visto nunca reírse a los niños mientras los adultos están trastornados?”, se pregunta el chaval cuando su padre le comunica la muerte de su madre, “Sin embargo, me reía en voz baja, casi tristemente, para no molestarlo”.

También es típico de los personajes de Jaeggy el recurrir a una lengua extranjera para expresar sentimientos desde la lejanía. Éstos utilizan expresiones en otro idioma para interponer cierta distancia con lo que cuentan: “ese día mundano of my mother´s loss”, para referirse al fallecimiento de su madre,  o cuando describe “el confort doméstico” de la población holandesa, esa vida que no ha tenido: “Semejantes situaciones de sweet home hicieron que le diera un vuelco el corazón, prefería prescindir de tanta felicidad”. En Los hermosos años del castigo, novela que transcurre en el Bausler Institut, situado en uno de los cantones suizos de habla alemana (cerca del lugar donde  apareció muerto Robert Walser), la narradora emplea el alemán cuando tiene que saludar formalmente o para dirigirse a la autoridad, pero recurre al francés para hablar de literatura o con la etérea Frédérique, con la que mantiene “une amitié amoureusé”. Ese sentirse extranjero, seguramente relacionado con la peculiar biografía de la autora, es también característico de los personajes de Las estatuas de agua: aunque la ‘nouvelle’ se ubica en Ámsterdam, los personajes aluden a su pasado en Berna, en Westfalia… Todos ellos parecen estar tan desubicados como el lector. 

Otro elemento típico de Jaeggy es el extraño vínculo que se establece entre los personajes. En este caso son personajes terminales, nos advierte la contraportada, apenas vivos. Además, están solos, confinados en sus propios cuerpos, como las estatuas. En este sentido, no hay mucha diferencia entre éstas y los seres que pueblan el mundo de arriba (de hecho, las estatuas se llaman exactamente igual que algunas mujeres de la vida de Beeklam). Son huérfanos aunque tengan padre; viudos aunque compartan su vida con alguien: “observaba a ese compañero, a ese viudo, Kaspar, que compartía conmigo su existencia”, dice Katrin, mujer a la que conoce Beeklam en una de sus excursiones a la superficie. La única compañía que tienen los personajes es la de sus criados y la única relación que son capaces de mantener se ajusta a la dialéctica del amo y el esclavo: “Me inclinaría a pensar que aquí se esconde una de las relaciones más profundas que existen: soy su esclavo, al igual que él es el mío”. 

Las estatuas de agua es una obra menor en comparación con las novelas posteriores de la autora (de hecho, en algún sitio he leído que la propia Jaeggy considera sus tres primeras obras –El dedo en la boca, El ángel de la guarda y ésta con cierto recelo). No obstante, este libro puede leerse como un capítulo previo, una especie de prólogo, a las novelas de su segunda etapa (Los hermosos años del castigo o Proleterka), ya que, en cierto modo, los personajes de Jaeggy son siempre el mismo. Salman Rushdie dice que “el verdadero riesgo para todo artista tiene lugar en la obra, al empujarla hasta los límites de lo posible, tratando de incrementar la suma de lo que es posible pensar”. La suiza parece seguir esta idea a rajatabla. Jaeggy es una de esas escritoras arriesgadas que fuerza al lector a adentrarse en zonas por donde habitualmente no transita. Es una escritora incómoda y lo sabe. Uno de sus personajes dice que transgredir el orden no es “necesariamente algo que nos proporcione bienestar a nosotros mismos, sino más bien algo que proporcione infelicidad y desesperación a los demás”. Lo cierto  es que prefiero a los escritores incómodos como ella. Los escritores no somos ansiolíticos, va más en nuestro ADN el incomodar que el tranquilizar. Me gusta cómo escribe Jaeggy y me da un poco igual si escribe sobre internados, sobre estatuas o sobre… nada, como ambicionaba Flaubert. Sé que es una opinión personal, pero se supone que una reseña trata de eso. No creo que este libro sea la mejor manera de estrenarse con la obra de Jaeggy (Sara Mesa llegó a una conclusión similar respecto a El dedo en la boca), pero sí creo que gustará a los lectores ya iniciados en la escritora suiza. Es algo así como una rareza, una cara B, para fans.

Las estatuas de agua (Alpha Decay, 2015), de Fleur Jaeggy | 112 páginas | 16,90 € | Traducción de Mª Ángeles Cabré

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