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Parir a un poeta y el sabor del mamey

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Parir a un poeta podría ser el motor narrativo de esta novela con la que la puertorriqueña Marta Aponte Alsina rescata y nos ofrece la figura de Raquel Helena Hoheb, madre de William Carlos Williams. Si para una gran parte de los lectores españoles este poeta norteamericano se presentó de la mano de Jim Jarmusch y el excelente fragmento de vida que nos regaló en su película Paterson, la madre del poeta se nos revela de golpe a quienes no rastremos su huella en los poemas del hijo y en los apuntes y citas recogidos en su libro Yes, Mrs. Williams, A Personal Record of my Mother como una de esas vidas silenciadas que ahora es escrita también desde los múltiples vértices del silencio. Desde la mañana sin duda verdegris en la que el poeta debe “entregar” a su madre a un geriátrico hasta el París de 1878 donde la joven puertorriqueña estudia el arte del vert parisien en la Academia de Bellas Artes y aprende el arte de la sombrerería, pasando por la infancia en Mayagüez y la vida familiar y su vejez en Rutherford (Nueva Jersey), Marta Aponte traza una biografía no solo de la mujer sino de la última respiración del sistema colonial español, de la frívola máscara de Europa concentrada en la capital de los 30 000 muertos y en su Exposición Universal, donde una joven pintora puertorriqueña insignificante, menuda y trasparente se engrandece, se agiganta, se rebela contra la humillación hacia los habitantes de las periferias del viejo continente y se hace visible hacia adentro. Y desde ese adentro de los silencios nos llega ella. Aún no sabía que pariría a un poeta. No era importante saberlo.

Marta Aponte traza un relato biográfico parecido a la memoria: caprichoso en sus secanos, sus lagunas, sus descripciones y sus veladuras. Un relato pintado con un estilo impresionista al que se le hubieran desecado las florecillas del bosque de Fontainebleau. Mucho mejor así. El lápiz-pincel de Aponte se sostiene felizmente en el equilibrio de la voz narrativa, que vira desde una omnisciencia absolutamente emocional que nos adentra en las vidas de la madre y del poeta hasta la primera persona de la propia autora que emerge puntualmente con su propia memoria o la memoria de los suyos. Y, más allá, la voz narrativa no se contenta con contar-imaginar las vidas sino que cuenta lo que no fue. No hay biografía más real que la que surge de la certeza de lo imaginado, esa ficción que cree tener memoria.

Y así, la autora se apodera de la memoria de la protagonista, foránea en París, foránea en New Jersey, foránea en su pasado en el Puerto Rico decimonónico; foránea también en el espectro de los artistas, foránea en su papel de esposa, foránea madre del hijo médico y poeta. Esta traslación a lo otro ajeno define el deseo de identificación de la mujer a lo largo de una vida que ahora se presenta ante el abismo de la locura, desde la lúcida vivencia de la vejez. Una madre convertida en un “cuerpo desordenado por los espíritus” que “es lo más cercano al contacto poético”. Un hijo poeta que quiere inscribir a la madre, escribirla, “no porque la quiera, sino para poder quererla”. Y el conflicto se convierte en materia poética que en manos de Aponte se aleja del discurso de la poesía. Ni la meliflua dulcificación de la emoción ni la sequedad de la vivencia. Solo interiores con vistas al interior. Y se agradece. Como se agradece la emergencia de un exterior que ilustra la historia más allá del argumento.

Intento dejar aquí una impresión. También yo me dejo llevar por la memoria de la lectura. Recuerdo que a veces como un ensayo académico, a veces como un poema modernista, a veces como un diario usurpado a hurtadillas de un secreter taraceado al más puro estilo art déco, la narración nos va envolviendo en una personalidad que simboliza a muchas mujeres del ámbito caribeño decimonónico de clase media (para entendernos, esa clase social que en el resto del mundo no dejaban de ser pobres seres del primer gran suburbio de Europa). Mujeres que recordarán el sabor del mamey mientras olvidan el ácido cárdeno de las ciruelas, mujeres que buscarán en la formación académica y en la huida su propia nostalgia vital donde agarrarse para resistir y que terminarán siendo madres de hijos de planchados ternos, madres de esposos siempre lejos o madres de poetas. Poetas capaces de escribir poemas titulados “A una pobre vieja” a quien “le queda el consuelo / de ciruelas maduras / que parecen llenar el aire / y saben bien”. Un poeta que olvida de inmediato que su madre acaba de morir para escribirla desde una lengua muerta. La muerte feliz de una madre que dice silenciosa: “Hijo mío, cógete un descansito. Siéntate un rato. Siempre tienes prisa. Si de verdad fuera tan importante llenar papeles de versos todos seríamos poetas”. Bien.

La muerte feliz de William Carlos Williams (Candaya, 2022) | Marta Aponte Alsina | 204 páginas | 16 euros

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