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Pongo la mano en el fuego

La temperatura

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Hace algunos años, el azar puso en mis manos el borrador de una de las novelas que más me ha impresionado últimamente, La temperatura. Su autor: Miguel Guerrero (del que oficialmente solo se sabe que nació en la ciudad de Nada en el año 11300 antes o después de Cristo). Un prodigio narrativo que se me revelaba como tal vez se revele una imagen milagrosa ante quienes quieren creer que a veces pasan cosas. Pero quién era este autor secreto del que algunos afortunados iniciados en su obra me habían hablado. ¿Por qué no se mencionaba en los suplementos literarios? ¿En qué estantes o crematorio habría huellas de su obra? No hay biografía, y mucho menos autobiografía, que escape a la ficción, así que me permití pensar, por ejemplo, que el autor pudo muy bien haber nacido en La Línea de la Concepción (Cádiz) entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado de nuestra era. En esto no pongo la mano en el fuego. Claro, estas indagaciones me hicieron reparar en ciertos hechos: por ejemplo, de una parte, en que a muchos les gusta creer que a la «alta literatura» solo pueden acceder unos pocos y que a los pocos les gusta creérselo; de otra, en que ese ente de inteligencia suprema al que llamamos mercado tiene a veces gustos vulgares, probablemente, muy relacionados con la antigua costumbre del trueque. ¡Ah, ni siquiera las minorías están a salvo de la vulgaridad! Pero es vulgarización, que no vulgaridad, lo que viene necesitando el vulgo: literatura de verdad, como esta de la que les escribo, colocada en estantes a los que podamos acceder sin escaleras o sin lumbalgias. Y he aquí que la editorial E.D.A. está haciendo muy bien esta necesaria labor, y ahora acaba de editar La temperatura seguida de Zywiecz. Todos sabemos que no hay secreto que el tiempo no desvele. Y Miguel Guerrero empieza a ser un secreto a voces. Estén atentos.

Sus primeras obras comenzaron a publicarse a finales de los ochenta, cuando apareció su libro de relatos Arquitectura del dolor (1989), con una clara y bien destilada influencia bernhardiana, lo cual no me parece un detalle desdeñable en absoluto. A este libro siguieron otros como Pequeños detalles sin importancia (2001), Pruebas de lo equivocados que estamos siempre (2014) o Pájaro fúnebre (2018), algunas de las cuales pueden encontrarse en Ediciones del Hombre.

Ya en la obra que nos ocupa, que, como adelanta el título, reúne dos novelas en el mismo volumen, diré que La temperatura se articula como una distopía arcádica ubicada en un no-lugar del sur de España, flanqueado al oeste por el Océano Atlántico y al este por el Mediterráneo, bajo la presencia imponente y espectral de una Roca. Ustedes verán. Un lugar asmático y paulatinamente arrasado por las extremas subidas de las temperaturas, donde los habitantes, los animales y el entorno se ven condenados a la subsistencia y a la despoblación. Pero hay más, mucho más: una sensación de asfixia que se extiende por las «Las cosas», por «Los animales» y por «Las personas», que son los universos que dan nombre a los tres capítulos de la obra. Y atravesando estos actantes, una trama con ecos de la ciencia ficción más canónica y rigurosa. Ya desde la oracular referencia al documental de Guy Debord con que se abre la novela: “Vamos dando vueltas por la noche y somos devorados por el fuego” (título que responde a la traducción del palíndromo “In girum imus nocte et consumimur igni”), el tercer elemento se configura como una anticipación que espera y teme su cumplimiento, la forzosa y angustiosa certeza de algo que siempre parece estar a punto de ocurrir. Algo acuciante que, como en los sueños, no termina nunca de encontrar su perfil nítido; esa especie de inquietud que a fuerza de transparencia deviene en espanto o en insólito sosiego. Ahora, en este presente ucrónico en el que nos sitúa la novela, la temperatura mínima que puede soportarse hace imposible, por ejemplo, aquel simple gesto con que los humanos solían despedirse del mundo en otro tiempo, aquel “tiempo en que los hombres morían con un perceptible temblor de labios”. Aquí y ahora, el calor vuelve enfermos a los personajes, algo que por estas latitudes sabemos bien (complicado no pensar en La sequía de Ballard; difícil no acordarse de aquel Meursault de Camus; imposible, al menos para mí, no pensar en el Eladio Linacero de Onetti). Todo en el paisaje ha sido modificado por el calor insufrible. Por una parte, vemos una aún incipiente apocalipsis urbana donde los jardines perduran como osarios abandonados y las calles apenas si sienten los pasos y los solares yermos se llenan de dormitantes al raso en busca del sueño, sin posibilidad alguna de convertir ese sustantivo en plural. Bandadas de hombres y mujeres depredadores de aire que van siendo expulsados de sus reductos, nómadas casi invisibles, delirantes y asombrados de sus propios pasos. Por otra parte, encontramos un ámbito rural que empuja el hombre a la destrucción o a la trashumancia como forma última de emigración. El éxodo de nuevo. Así que además de una ciudad donde las pájaros mueren de asfixia y un gorrión puede readquirir su simbología mística de ave sagrada, también encontramos una antiarcadia pastoril (incluso en sentido recto), una Arcadia dañada aunque persistente; un espacio rural arrasado por los extranjeros, devastado por el fuego, un mapa humano obligado al exilio, y el fuego siempre como arma. Al fin y al cabo, esta es una ficción con los pies en el suelo: una enfermedad que avanza al ritmo del desierto, del páramo, de la destrucción de los últimos paraísos. Y sobre este tapiz ambiental, una evocación articula la trama como hipótesis durante el decurso de la historia: la existencia de los xánticos, una secta adoradora del sol. Sobre la confusa presencia de esta secreta sociedad, el tejido narrativo avanza sinuoso en torno a una casa simbólica construida como un cubo de hormigón y correlato constante de la razón frente a la asfixia y el deterioro humanos, el primer espacio de emergencia del libro. Y trufando la línea argumental: sueños premonitorios, secretos del pasado, hombres de fuego; intertextualidades varias, como la borgesiana enciclopedia, con volumen perdido incluido, en cuya totalidad se halla la descripción integral de un mundo imaginario que aspira al fuego como hábitat amable donde tal vez la (in)humanidad, por fin, sea posible. Por otra parte, al margen de estos guiños reconocibles que nos llevan directamente al recuerdo de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, lo impactante para el lector quizá sea hallar interacciones imposibles con lecturas personales, encontrar complicidades insostenibles y creer con cierto arrobo que la historia ha sido escrita para él, para su propio imaginario literario. Y es muy probable que esto ocurra porque, a lo que sé, Guerrero es un lector despiadado y su pluma es un potente catalizador de memorias ajenas.

Y junto a esto, la entrega de Zywieccz, una novela breve donde accedemos a una aventura que bien puede entenderse como una revisión contemporánea del género de fantasía heroica, donde el peligro acecha en cada pulso de acción, en cada prueba, en cada obstáculo, y donde de nuevo hallamos personajes atrincherados, fortificados en un espacio inaccesible, en este caso, encaramado en la ladera de un monte: «lo único que ofrece el pueblo, el verdadero espectáculo, está en su alma y esto está negado al foráneo acasional». Como ven, toda una invitación a visitarlo. De nuevo aquí una narración llena de complicidades textuales, algunas tal vez reconocibles, como una incitación al lector a participar en el juego; en otros casos, personales y confesadas por el autor.

En ambas novelas encontramos una escritura construida desde la libertad creadora donde la palabra es la más poderosa arma de fuego. Literatura en combustión, diría yo. Pero no tengan miedo a quemarse, créanme. Ahora sí pongo la mano en el fuego.

*Publicado parcialmente en la revista Siete Revueltas

La temperatura seguida de Zywiecz (E.D.A., 2019) | Miguel Guerrero | 235 páginas | 15.90 €

 

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