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Una sabiduría compartida

314_H421647.jpgEl arte de leer

W. H. Auden

Lumen, 2013

464 páginas

ISBN: 978-84-264-2164-7

29,90 €

Traducción de Juan Antonio Montiel

Edición de Andreu Jaume

 

 

Antonio Rivero Taravillo

No solo fue para ganarse la vida, conjurando el hambre con el fuego graneado de las reseñas hasta llegar a ser catedrático de poesía en Oxford y aún después; W. H. Auden, uno de los más importantes poetas en lengua inglesa del pasado siglo, también escribió crítica para interrogarse sobre obras ajenas y así iluminar el camino de su propia creación. Lo evidencia su prosa completa que está siendo editada por las prensas de la Universidad de Princeton: en ella coinciden manojos de recensiones, textos breves y prólogos con más extensos ensayos, además de los libros de viaje –recorridos por la geografía física, no la de la página, que ya sabemos que es otra forma de periplo, y a veces fuente de no menores aventuras–.

Los ensayos reunidos por Andreu Jaume en El arte de leer son ciertamente variados y corresponden, lejanos los intentos de juventud, a la madurez de Auden, desde mediados de los años cuarenta del pasado siglo. Algunos aparecen en La mano del teñidor o en Prólogos y epílogos, y los tres primeros también en la antología de verso y prosa que Jordi Doce tituló Los señores del límite. Y aunque podrían haberse incluido en esta antología comentarios y estudios sobre Yeats, Whitman, Arnold, Joyce, James, Betjeman, Baudelaire, Boswell, Pound, Firbank, Merwin, Ashbery o James Wright –cuyo primer poemario, The Green Wall prologó Auden con una idea fuerza (el debate sobre la originalidad y la contemporaneidad), y de quien Vaso Roto anuncia la traducción del último, No se quebrará la rama–, personalmente he hallado aquí no pocas coincidencias de intereses, que me han resultado en general gratas y siempre –pero qué tonterías digo, pues hablamos de Auden– motivo de lecturas provechosas. Por ejemplo, el ensayo “Tennyson”, el más antiguo de los aquí presentados, que fue el prólogo de una antología del Poeta Laureado de la reina Victoria donde el de York que se mudó a Nueva York se atrevió a escribir (y se lo reprocharon sus excompatriotas): “De todos los poetas ingleses él fue, quizá, el que poseía el oído más fino; probablemente fuera también  el más tonto de todos. Lo sabía todo acerca de la melancolía, pero nada más.” O el prólogo “Los sonetos de Shakesperare” que leí cuando preparaba la traducción de la Poesía completa del Bardo, en cuya introducción cité estas palabras, todo un rapapolvo para los críticos atolondrados: “Probablemente se han dicho y escrito más cosas absurdas y se ha gastado en vano más energía intelectual y emocional a propósito de los sonetos de Shakespeare que acerca de cualquier otra obra de la literatura universal.” En medio, entre otras que versan sobre D. H. Lawrence, Marianne Moore o Lewis Carroll, piezas dedicadas a un par de poetas sobre los que igualmente he trabajado (Poe o Eliot), y también sobre un quinto que admiro: “C. P. Cavafis”. Naturalmente, no aduzco estos ejemplos por vanagloria, sino para señalar la identidad de intereses y, si se me permite, cierta posición favorable para saber de qué habla Auden cuando se ocupa de estos autores y conociendo lo juzgado entender mejor al juzgador. Pues aunque parezca inmodestia, este de las afinidades y el recorrido previo de los mismos territorios no es mal criterio para mejor comprender un libro.

El volumen se abre con los dos textos más generales (“Leer” y “Escribir”) y se cierra con un popurrí de frases extraídas de varias charlas con un admirador, Alan Ansen, que poseen el carácter de “una conversación informal”, que no es otra cosa que lo que Auden decía precisamente en uno de esos diálogos que debería ser la crítica. Es una buena ordenación la que se nos presenta, aunque no corresponda a la cronología. Andreu Jaume realiza un excelente prólogo, y cumplidas anotaciones, y Juan Antonio Montiel hace lo propio con una esmerada traducción a la que apenas se asoma algún americanismo (Montiel es mexicano), como “fungió”; por otra parte, “épicas” en la pág. 167 (y me parece recordar que también en otro lugar) mejor habría sido traducirlo como “epopeyas”. Por cierto, que es lástima que en la última página se le haya deslizado al editor un anglicismo (el “atendió” de ‘attended’ por “asistió a”, hablando de conferencias). Ambos, Montiel y Jaume ya nos dieron un volumen similar, también en Lumen, con ensayos de Eliot. La selección, con todo, tiene puntos débiles: “Los griegos y nosotros” se hace pesado y está escrito en un tono más divulgativo que el de la crítica incisiva que podría esperarse de Auden (sin embargo, su sección IV, “La visión de Eros” es de lo mejor del libro); en cuanto a “El mártir como héroe dramático” es particularmente tedioso, con la parte que menos interesa hoy del autor de Asesinato en la catedral (sus ideas religiosas), y no favorece la lectura la abundancia de citas de una obra de Charles Williams sobre Thomas Cranmer, que al perder la prosodia (algo que Auden valoraba mucho) se hacen antipáticas incluso.

Auden, por decirlo con expresión común, no se casa con nadie. Critica (en el sentido de censurar) a quien cree que tiene que hacerlo, como ya se viera en su célebre poema de homenaje a Yeats de 1939. A veces se acerca a Borges en el empleo de la ‘boutade’, como cuando afirma que la poesía de Swift está muy bien pero que Los viajes de Gulliver le resultan aburridísimos. Y ciertas ideas adquieren una especial vigencia como esta que Facebook y las otras redes sociales han venido a demostrar: “Hay personas que se obsesionan de tal modo con que las quieran por lo que son que constantemente ponen a prueba la paciencia de los otros intentando comprobarlo: lo que hacen o dicen ha de ser admirado no porque sea intrínsecamente admirable, sino sencillamente porque se trata de algo que han dicho o hecho justamente ellos.”

No son aceptables (o solo lo serían si Auden se explicara mejor) algunas de las opiniones aquí expresadas. Por ejemplo: “Cuando alguien reacciona ante un poema, esa reacción es por fuerza voluntaria y consciente.” O bien: “Cuando leemos poesía, solo podemos hacerlo del modo en que su autor pretendía que lo hiciéramos.” Ambas aseveraciones son falsas: la primera porque, si acierta, la poesía provoca reacciones que escapan a la voluntad del lector; la segunda, porque la mayoría de las veces el autor no pretende nada, y además las interpretaciones pueden ser, y de hecho a menudo lo son, varias. Pero casi siempre da en la diana Auden y no escasean en el volumen las frases que pueden aspirar al aforismo (“No hay nada peor que un mal poema cuya intención es ser grandioso”) y párrafos enteros que iluminan, más que sobre el “leer” del título, sobre el escribir (“Nunca podrá decirse: ‘Mañana escribiré un poema y gracias a mi entrenamiento y experiencia estoy seguro de que lo haré bien.’ A ojos de otros, cualquiera que haya escrito un buen poema es un poeta. Ante sus propios ojos, un poeta solo es tal mientras hace las últimas correcciones a un nuevo poema. Momentos antes, no es más que un poeta en potencia; al momento siguiente solo es alguien que ha dejado de escribir poesía, quizá para siempre”). Hay, asimismo no pocas lecciones utilizables en un taller de creación poética: “Para muchos poetas inmaduros, el problema central es aprender a olvidar lo que se les ha enseñado: que los poetas deben, sobre todo, sentir.”

Es consciente Auden del agotamiento de las formas, de la importancia de la versificación y del peligro de que el análisis reduzca el simbolismo “a una falsa y aburrida alegoría.” Así mismo, fue amigo de ciertas formas altomedievales (los ‘englynion’ galeses o los acertijos anglosajones en los que abunda el Libro de Exeter). Joseph Brodsky, autor también de ensayos memorables, alabó la sabiduría del autor de este El arte de leer. ¿Cómo podríamos dejarlo por mentiroso? ¿Y cómo no agradecerla, compartida, la sabiduría, en esta docena larga de ensayos?

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