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«Y sólo yo escapé para contarlo»

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MANOLO HARO | William Styron fue un escritor de éxito en su época. A pesar de que la crítica lo zarandeó por algunas de sus obras (Las confesiones de Nat Turner), mantuvo su aureola de autor reconocido hasta su muerte en 2006, y tras haberse sobrepuesto, veinte años antes, al golpe seco y silencioso de la depresión. Esa visible oscuridad. Memoria de la locura es fruto de la transcripción para Vanity fair de una conferencia que el propio Styron pronunció en 1989 dentro de un simposio sobre desórdenes afectivos en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore.

La depresión, término que el escritor tiene por poco exacto, le llega con 60 años cumplidos, cuando la vejez, o si no la ancianidad, aleja de la vida de un hombre la posibilidad de ese vértigo. A pesar de esta rotunda afirmación, la depresión puede borbotear sordamente en ciertos individuos: aquellos que arrastran algunos hitos vitales que han sorteado mediante diversas acrobacias, pero que, si dejan de dar piruetas, es probable que una grieta bien perfilada se abra bajo sus pies. Eso fue lo que le sucedió en la víspera de recoger el Prix Mondial Cino del Duca en París, galardón que ya antes había celebrado el talento de Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges o Lewis Mumford. Los 25.000 dolares del premio no iban a parar la rueda que lo estaba convirtiendo en un hombre inseguro, balbuciente, que ni siquiera sería capaz de solventar con mediana elegancia el compromiso de comer con la viuda del empresario que daba nombre a tal distinción.

Lo que aquí se cuenta es el relato de una búsqueda, de un sentido, de un origen a su depresión. Acompañado por la sombra de ilustres artistas depresivos como Hart Crane, Vincent Van Gogh, Virginia Woolf, Cesare Pavese, Sylvia Plath, Jack London, Ernest Hemingway, Paul Celan, Anne Sexton, Mark Rothko, Primo Levi, entre otros, Styron deja entrever que, a pesar de ser él mismo un defensor de las teorías genéticas (su padre fue depresivo) y bioquímicas (el autor da entender que se trata de un desbarajuste en los tejidos del cerebro) también afirma implícitamente que cada uno tiene la suya y que resulta banal intentar buscar parecidos. Styron realiza una indagación retrospectiva sobre el porqué de su depresión. La búsqueda lo lleva a la lectura de abundante literatura clínica, vinculando la crisis a dejar de beber aquel alcohol que alumbraba el camino de su imaginación cuando se trataba de escribir, y a abandonar su propensión a la ingesta de barbitúricos.

Todo hombre tiene derecho a contar su vida como le plazca, a repensarla siguiendo algún sistema ideado por él mismo, a buscar el sentido de su existencia y las caídas habidas dentro de ella según su propia voluntad. Este libro se lee por un interés humano más que por uno verdaderamente literario. Pero, como casi siempre ocurre, la vida de un hombre es nuestra vida: Styron se explica a sí mismo y nos regala las pistas suficientes, ya no solo para pensar en él sino para perfilar nuestras sombras con su dudosa luz. Para mí que su creencia en que la reclusión en un psiquiátrico fue lo que le salvó del suicidio es válida; incluso su defensa del consabido trío médico y psicológico de química-genes-comportamiento emite respuestas aceptables. Sin embargo, pienso que a Styron se le pasó enhebrar un par de agujas para encontrar el hiato en su vida: la muerte de su madre a los 13 años y el consiguiente abandono del padre, que ingresa en un psiquiátrico por no poder sobrellevar el luto en la intemperie del mundo. Styron buscó evidencia científica en una circunstancia vital que tiene más que ver con su propia biografía que con, como él dice, un desorden químico en el cerebro. Resulta paradójico que un escritor de ficción, acostumbrado a modelar vidas, no entreviera (o no quisiera entrever) que la crisis era producto de un yo demediado que había subsistido sin realizar un esfuerzo de indagación a pelo, sin ayuda de la farmacopea, en el pasado.

William Styron llamó a su abogado, hizo testamento y ensayó una frase final en su diario antes de intentar suicidarse. Al contrario que Cesare Pavese, que dejó en El oficio de vivir la renuncia a la vida con un “no más palabras. Un acto. No volveré a escribir más” para luego quitarse la vida, Styron destruyó su diario y se recluyó en un psiquiátrico para escapar a la sobredosis de lo que fuera. Pavese renunció a la vida y, por ende, a la literatura. Styron a ninguna de las dos cosas.

Esa visible oscuridad. Memoria de la locura (Capitán Swing, 2018) | William Styron | Traducción de Salustiano Masó | 96 págs. | 14 €

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