La búsqueda de la sombra de Lorca
Philip Levine
Visor, 2014. Colección «Visor de Poesía»
ISBN: 978-84-9895-882-9
184 páginas
12 €
Traducción y prólogo de Andrés Catalán
Coradino Vega
Como si se hubieran puesto de acuerdo a la hora de abandonar el mundo, si a finales del año pasado morían Galway Kinnell y Mark Strand, a principios de éste era Philip Levine el que fallecía agrandando la pérdida para la poesía norteamericana. Nieto de un exiliado judío de origen ruso, e hijo de un desertor del ejército británico en la primera guerra mundial, Levine pasó su infancia y adolescencia en el Detroit de la Gran Depresión, en el seno de una familia de repente empobrecida en la que lo mismo se hablaba de cuánto costaban unos zapatos que del desdén de las potencias democráticas por la segunda república española. Algunos de sus vecinos se habían enrolado en la Brigada Lincoln y, de niño, en el colegio intercambiaba las ‘war cards’ que regalaban con los chicles y en las que aparecían los bombardeos de Madrid. Su primera juventud transcurrió sumergida de lleno en las cadenas de montaje de la industria automovilística. Luego fue a la universidad, recibió las clases de John Berryman y Robert Lowell, y allí descubrió la poesía de Federico García Lorca. Más que encontrarse con un modelo a imitar, Poeta en Nueva York le dio la clave para representar el mundo que llevaba dentro, la rabia que le producía la injusticia de la América capitalista; el lenguaje de la ira; el “no entiendo nada” de Lorca al toparse con la cruda realidad de Manhattan. En 1965 aprovechó una beca y se instaló por un tiempo en Castelldefels, desde donde viajó por toda España con su mujer y sus tres hijos. Barcelona le recordó demasiado, con su polución, construcción desordenada y ruido de coches, a la ciudad de su infancia. Entonces todo cobró sentido: la guerra civil, el anarquismo, los trabajadores de Detroit; los ofendidos por la historia, los perdedores, los humillados de su juventud.
Antes de morir, Philip Levine colaboró activamente con Andrés Catalán para reunir en este volumen todos los poemas que, a lo largo de su nutrida obra, hacen referencia de alguna manera a España. En ellos se recrea sobre todo un país, no tan lejano en el tiempo, lleno de curas, burros, guardias civiles, tristeza y cemento, con “oscuras mujeres arrugadas” que van a rezar “por aquellos / a los que habían dado la espalda en vida”. Levine visita el cementerio de Montjuic, ante la mirada torva de un policía, y busca las tumbas de Durruti y Ascaso; acude a Orihuela para rendir homenaje a Miguel Hernández; baja hasta Granada para ver con sus propios ojos dónde mataron a Lorca; obliga a su familia a acercarse a Baeza, tras los pasos del “bueno de los Machado”. Y todo eso resuena en la realidad de Estados Unidos, como cuando se encuentra al hijo mulato de un obrero que murió construyendo puentes en Chicago, y comprende su odio, y siente su anarquismo como fallido porque él está “en un Volkswagen con tres / hijos de ojos azules comiendo naranjas”. Es la ira y la vergüenza lo que une a los derrotados en la guerra civil española con la clase trabajadora de Norteamérica. La gente que trabaja con las manos. Aquellos que no tienen voz. Y aunque en sus obituarios, el calificativo más usado para referirse a Levine fue el de “poeta del trabajo”, no hay en él ni rastro de la arrogancia de erigirse en portavoz de nadie: si de un lado su poesía no rehúye el dolor, lo indignante y la miseria; de otro, su tono es siempre cordial, de una calidez levemente socarrona que en ningún momento se vuelve áspera o fría: que incluso une a la perplejidad cierto barniz amable, irónico. Si por un lado parece decirnos que no se puede ser feliz si no hay felicidad para quienes nos rodean; por otro, Levine siempre celebra el mar —con su promesa de libertad pero también de amenaza—, o el cielo azul, y se vuelve más vitalista que nunca cuando cita explícitamente a Walt Whitman: “Hay tantas cosas en mí tan deliciosas…”.
A pesar de su posicionamiento ideológico sin ambages, de su homenaje continuo a los republicanos caídos en la guerra y su oposición frontal a la religión, Philip Levine controla el patetismo de sus temas de tal modo que rara vez incurre en el simplismo sentimental de lo que aquí se denominó de manera oficial “memoria histórica”. Los muertos nos recuerdan que es imposible seguir creyendo en Dios; a saber qué es eso que la gente continúa denominando “alma”; resuena Dámaso Alonso cuando el poema dedicado a Durruti y Ascaso dice que “de aquí hasta abajo es / esta una ciudad de muertos, / 871.251 difuntos”; otro nos habla desde la conciencia de un brigadista; otro desmitifica el poder de la imaginación al evocar un encuentro que tuvieron en Brooklyn “los dos mayores genios poéticos vivos”, Federico García Lorca y Hart Crane; pero también se acuerda en otros de César Vallejo, o de Víctor Jara (“alguien debe de recordarlo / una y otra vez…”), y no se cansa de denunciar la agresión a la naturaleza por parte del mundo moderno.
La poesía de Philip Levine tiene una tendencia natural a la narrativa, con una dosificación muy espaciada de imágenes, y sólo en contados momentos se desplaza a una especie de delirio casi surrealista: cuando trata de captar la multiplicidad de un instante en una tierra quebrada por los acontecimientos. Sus libros fueron leídos por un público más amplio del que normalmente tiene la poesía, y le valieron galardones como el Pulitzer, el National Book Award, o el nombramiento de Poeta Laureado en 2011. Algunos de los mejores poemas que escribió están reunidos en este volumen. Otros de los que aparecen, en cambio, se resienten quizás por su recurrencia —no exenta incluso de algún que otro error, como cuando se habla de la tierra de Cataluña en la que enterraron a Machado— a una épica o mito teñido de unos ideales que, según Levine, nunca volverían a poner sal en el corazón del hombre contemporáneo. Sin embargo, es el único libro traducido al castellano que el lector español puede encontrar ahora mismo en una librería. Y leer a Levine merece la pena.