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Ven por el incendio y quédate por el baile

Mis padres desayunarán papaya mientras el incendio llama a la puerta: “no atiendas, mi amor, ahorita que acabemos”, y seguirán como si nada, mientras el mundo cede como una viga del techo carbonizada y los últimos insectos sobrevivientes – esas chispas que truenan, esas lumbres que ascienden, que aspiran a ser luceros – crepitan y zumban sobre las cenizas de un planeta de escombros y ruinas hermosas.

CAROLINA EXTREMERA |Este verano ha sido un verano de incendios en todas partes. Un año de sequía, de broza, de olas de calor, de hierba que se ha vuelto amarilla. Este verano, en Francia, durante mi vacaciones, he visto el estuario del Mont Saint Michel tan seco que parecía que podía prenderse en cualquier momento. Después, en Bretaña, llegamos a los Monts d´Arrée y nos recibió un paisaje desolador, ennegrecido y aún humeante porque justo esa misma mañana los bomberos acababan de extinguir uno de los muchos incendios de la zona. A los dos días se reactivó otro, no tan cercano como para evacuarnos pero sí como para sentir ese constante estado de alarma propiciado por el olor a humo, por los hidroaviones que nos sobrevolaban y por la ausencia de pájaros.

De vuelta en Sevilla, en mi librería de confianza, descubro un libro con la palabra incendio en su título y leo su sinopsis. Me lo llevo porque leo que los fuegos que cercan el estado de Morelos y la ciudad de Cuernavaca en los días en los que transcurre la novela lo sobrevuelan todo como una presencia obsesiva, como nos ha pasado también a nosotros este verano, no solo a mí, también a vosotros, con los telediarios de cada día y los bosques de España y Portugal ardiendo.

El baile y el incendio reúne en Cuernavaca a tres amigos de la adolescencia y de la juventud: Natalia, Erre y Conejo. Solo el último se quedó viviendo en la ciudad desde siempre, los otros dos han vuelto después de años. Natalia convive en pareja con un artista mayor, Erre regresa tras su divorcio y es adicto a los analgésicos a causa de unos dolores crónicos que nunca queda claro si son físicos o psicosomáticos y Conejo vive con su padre ciego en la casa de su infancia. La novela está dividida en tres partes, cada una de ellas narrada por uno de los tres amigos.

En la primera, es la voz de Natalia la que nos guía. Es coreógrafa y está preparando un espectáculo de baile que será la otra presencia obsesiva del libro. Sus investigaciones para encontrar un medio de expresar lo que desea nos llevan a un interesantísimo ensayo sobre las epidemias de baile medievales y las acusaciones de brujería en la Suecia del siglo XVII. La idea de una danza compulsiva que se va propagando – como se propaga el fuego – entre la población mientras el mundo se va acercando tal vez a un final, tal vez solo a su decadencia progresiva acompaña muy bien el tono de la novela y de las vivencias de los protagonistas. Dice Natalia: “Si algún día, después de un estreno, un periodista cultural me pregunta en qué tradición coreográfica me inscribo le diré: Las brujas suecas del siglo XVII, que bailaban de espaldas y cogían con Satán, que tenía el pene muy frío; las mujeres con crisis nerviosas de la República de Weimar, que se mecían y se azotaban contra las paredes bajo la mirada compasiva de Mary Wigman. Cuerpos que se arrastran a saber cómo. Rostros que gesticulan debajo de una máscara. Esa es la tradición coreográfica en la que me inscribo”.

Así como Natalia pone voz a un presente ominoso, es Erre el que más reflexiona sobre el dolor, sobre el pasado común de los tres, que mantuvieron un triángulo amoroso de vértices complicados y sobre el fracaso construido sobre las esperanzas de la juventud. “Otro recuerdo: esa ebriedad ligera y grácil de la adolescencia, cuando el alcohol, sin importar su calidad, me hacía sentirme más libre, más dentro de mi piel que nunca”. “Todas esas expectativas, maceradas durante tardes enteras de mirar la lluvia – cuando llovía –, prepararon el terreno a mis desilusiones”.

A Conejo le queda la última parte, la conclusión a la que llegamos después de conocerlos a ellos y a sus circunstancias. “Tanto Erre como Natalia como yo mismo estamos negados para formar familia, porque ser hijos que no quieren serlo es nuestro único modo de estar en el mundo, y cuando nuestros padres mueran y con ellos muera nuestra fracturada identidad, seremos enanas blancas, estrellas apagadas y silenciosas que vagan por el cosmos sin brillo ni sistema”.

La estructura está muy bien conseguida y la voz de cada personaje tiene su estilo particular, aunque todos brillan con el talento de Daniel Saldaña París. Es un libro que se quiere leer deprisa pero que te obliga a leerlo despacio, lleno de reflexiones lúcidas y de comparaciones y metáforas elaboradas con mucho acierto. Me he enfrascado tanto en el propio texto – en la lectura y en la escritura de esta reseña – que no me he acordado hasta ahora de mencionar que fue el finalista del Premio Herralde 2021. He utilizado más citas que habitualmente y aún voy a compartir algo más, como la comparación entre la inspiración y el ruido rosa de la radio por la noche o el momento en que Erre sorprende a su madre sin gafas y la encuentra “ de apariencia despistada, como de animal durante un eclipse”.

Llegué a este libro atraída por un ambiente que me ha impresionado durante el verano y me he sorprendido muchísimo con el despliegue de estilo , sensibilidad, sabiduría y lucidez que destila toda la novela. Tendré que ir a buscar el anterior libro del autor lo antes posible.

Una relación amorosa puede tomar, a veces, la forma de una ciudad moderna, construida sobre los vestigios de civilizaciones extintas: quedan trazos, nombres, piedras de ese pasado idílico, pero uno se fija más en el tráfico insoportable del presente, en las nubes marrones de los incendios cercanos.

El baile y el incendio (Editorial Anagrama, 2021) | Daniel Saldaña París| 248 páginas | 18.9€

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