ILYA U. TOPPER | Tantas veces enfilando la autovía al sur, Ocaña, Madridejos, por la terrible estepa castellana, Puerto Lápice, Manzanares, y nunca me dio por mirar a la izquierda unos quince minutos después de pasar Los Llanos del Caudillo, justo antes del cartel de Valdepeñas. Cuando uno está al volante, mejor no mira, claro, y el bus lo cogía siempre a medianoche. Tengo que leer los relatos de Mercedes de Pablos para enterarme de que, de haber mirado, habría visto sobre la colina dos inmensas columnas de piedra y delante un desgarrado esqueleto de hierro de algo que en tiempos fue una escultura de ángel. Ángel de la paz le pusieron al inaugurarlo en 1964, pese a la enorme espada que sostenía. Y que desapareció en 1976 cuando unos militantes antifranquistas —hasta hoy no se sabe quiénes, si del GRAPO o del FRAP— le pusieron una carga explosiva. Nunca nadie lo restauró. Mejor.
Hasta hoy no se sabe quiénes pusieron los explosivos, digo; probablemente algún historiador sí lo sepa, pero no es fácil encontrar un dato consensuado. Mercedes de Pablos (Madrid, 1958) aprovecha y recrea el ambiente en una organización clandestina de Madrid de esos mediados de los setenta, recién muerto el dictador, pero no su policía. Una red de células como tuvo que haber unas cuantas entonces, militantes con ideas vagamente marxistas, quizás más entregados al ideal de la heroica lucha contra la dictadura que a un concepto concreto de qué construir después. Al menos eso es lo que transmite el relato El ángel de la paz, primero de la colección homónima: retrata muy bien esa dinámica de las postrimerías de una dictadura y los albores de una democracia que aún no se sabe si lo será o si queremos que lo sea. De momento toca derribar. Toca luchar. Toca hacer algo contundente aunque “ninguno había visto un arma en su vida, solamente Eloísa en la casa del pueblo de su abuelo, que guardaba una escopeta de caza vieja y en desuso…” Pero la acción es lo de menos en este relato de unos casi adolescentes que juegan a ser más adultos de lo que les corresponde. Es lo que tiene tener diecisiete años en el setenta y cinco. Mercedes de Pablos los tuvo.
La primera época de la transición, aún con la tensión que marcan los fusilamientos al alba, al alba, es un excelente marco para escribir: puede haber héroes y canallas, y puede haber quien queda atrapado en medio. Sin embargo, la autora no se queda ahí: todos los demás relatos están ubicados en esa difusa actualidad que tan poco ha cambiado en las últimas dos o tres décadas. Y ahí es mucho más complicado. Echarse a llorar ante la visión de un viejo desvalido en un geriátrico, qué quieren que les diga, no es lo mismo. No trae la misma tensión narrativa que preguntarse si uno ha matado a un quiosquero al tirar un cóctel molotov, y si, de haberlo hecho, eso forma parte de la lucha revolucionaria.
Mercedes de Pablos hace lo que puede: busca todos los puntos conflictivos de la sociedad actual para someterlos al prisma del relato y observar la luz requebrada. La vejez sin gallo que te cante (¿pero quizás tampoco te merecías nada mejor?) en ‘La maleta’. El divorcio, hasta con la mejor intención de darle todo el amor a la hija en común, pero ay, las adolescentes de hoy… (‘Procusto y el rey Salomón toman café’). El machismo soterrado, pero terriblemente determinante, en los hombres tan educados que llenan las filas de los partidos progresistas bajo proclamas de la igualdad de sexos, siempre que sean ellos los que estén al mando, no una mujer (‘De repente’; mucho me temo que la autora, en su etapa de concejal independiente (2011), ha tenido muy cerca ejemplos de esa especie masculina y que su relato es un apunte del natural). La mujer moderna que está enganchada al típico casado que dejará a su esposa muy pronto por ella (‘Delayed’). La mujer moderna independiente, tan independiente que pasa a la soledad sin enterarse (‘La mosca’). Las ansias de ser el académico perfecto (‘La presentación’). Envejecer, cambiar (‘La mujer duplicada’). La muerte de un familiar (‘Bota blanca de tacón de aguja’). Todo bien, pero es difícil quitarse el regusto de que se trata de una literatura que intenta impulsarnos hacia una reflexión social, ética, empática con quienes atraviesan tal o tal momento en su vida. Relatos escritos, vamos a decirlo por mal que suene, con buenas intenciones.
Hay tres que se salen del esquema: ‘Azul como el gato’ relata, empezando con una manera casi imperceptible, y por lo tanto muy realista, como una chica se enreda en una espiral de mentiras, un nudo que al inicio provoca sonrisas y que con algo más de maldad por parte de la escritora podría haber desembocado en una pieza de literatura aterradora; ‘Secreto de confesión’ es un relato de humor rural, socarrón y divertido, un thriller de pueblo; y ‘Antagonistas’ plantea en pocas páginas un curioso juego de escondite entre dos personas quizás no perfectamente ejecutado, pero sí con personajes bien dibujados, aunque la trama, como en casi todos los demás relatos, renuncia a un cierre rotundo en aras de dejar espacio a la reflexión del lector.
Precisamente la reflexión del lector es el objetivo principal, quizás el único objetivo, que encontramos en ‘Fátima’. El planteamiento es impecable: la narradora recuerda a una chica que se integra en una comuna un poco jipi, “del amor libre, la marihuana en la huerta y cabras triscando por las lomas” en algún momento de, intuimos, los primeros ochenta, de cuando se dudaba entre Paco Ibáñez, Lluís Llach y Serrat, mucho antes de que lo jipi se vendiera en las grandes superficies. Y al cabo de unos cuantos años se la encuentra en un semáforo en la calle. Ataviada, voy a revelarlo, con un velo islamista.
La narradora es de firmes convicciones laicas, sabe perfectamente que el velo islamista es una herramienta religiosa de opresión de la mujer, pero mantiene a la vez el manido discurso de interpretar ese mismo velo como un símbolo de identidad comparable con tacones de aguja o depilación. Al cruzarse en el semáforo con una mujer con velo, la mira con simpatía: “Sé que eres mi hermana, subyugada por una religión…” Y la chica, que sí la reconoce, la saca de su error: “Me caías bien, te lo digo porque eras una buena tía: No vuelvas a mirar con suficiencia a una mujer porque lleve velo. No tengo ni tiempo ni ganas de explicártelo, pero te puedes guardar tu puta mirada de compasión por donde te quepa, guapa”.
Ahí nos quedamos, estimada lectora. Con tiempo y ganas de explicarnos que probablemente más de uno creerá que Mercedes de Pablos aquí nos pide abstenernos de pensar siquiera qué significa la subyugación religiosa de la mujer por el velo, porque si una mujer conversa, antigua jipi, lo lleva con tanto orgullo, mejor dicho, con tanta soberbia, debe de ser más respetable de lo que pensábamos. Quiero dar por hecho que la autora nos quiso decir lo contrario: lo terrible que debe de ser una secta religiosa cuyas adeptas son capaces de insultar a sus antiguas compañeras en la calle porque se creen tan investidas de autoridad divina que hasta una mirada que ponga en duda su exhibicionismo ideológico es una afrenta intolerable. Prueben a reemplazar “velo” con “tatuaje de yugo y flechas”, mírenlo con la compasión que dispensamos a trasnochados falangistas y juzguen la reacción del personaje. ¿Cómo llamaban a aquel monumento? ¿Ángel de la paz?
Cuidado, lector: las buenas intenciones las carga el diablo.
El ángel de la paz y otros relatos (Espuela de Plata, 2022) | Mercedes de Pablos | 214 páginas | 17 euros
¡Enhorabuena!