LUIS MANUEL RUIZ | A menudo, la repetición y el desgaste nos hacen descuidar lo mucho de verdadero que contienen los tópicos (obra inmortal, joven promesa, artista maldito). El de clamoroso desconocido es uno no menor que, en el momento de aplicarse a Robert Aickman (1914-1981) alcanza casi el rango de diagnóstico clínico: ningún autor del que yo tenga noticia combina de tal modo la innegable calidad y el aliento de la verdadera literatura con la masiva ignorancia del público. Y hablo no sólo del público español, disculpado por la escasez de traducciones: en fecha tan reciente como 2014, centenario de su nacimiento, un articulista de The Independent se lamentaba del práctico anonimato de Aickman para el lector (inglés) medio y de que ninguno de sus libros (el primero de 1954) hubiera vuelto a reeditarse, circunstancia esta que se remedió aquel mismo año con la publicación sumaria de todos sus relatos en cuatro volúmenes de bolsillo por Faber & Faber. En nuestro país, la obligación de su rescate ha recaído sobre la editorial Atalanta, conocida por su dedicación al esoterismo, la imaginación y el pensamiento divergente, y cabe apuntar que no se trata de un dato casual. Robert Aickman, que no en vano formó parte de la Society for Psychical Research se habría sentido como en casa con compañeros de catálogo como William Blake, Vernon Lee o René Daumal, por citar unos pocos.
Si los cuentos de Aickman son extraños (él mismo eligió la etiqueta de “strange stories”), su vida no le anda muy a la zaga. Perfil elusivo, de voluntaria reclusión, su mayor notoriedad en vida se debió a circunstancias que no parecen guardar relación entre sí: a que fue crítico de ópera, y bastante puntilloso; a que defendió los viejos canales de Inglaterra contra las órdenes gubernativas que pretendían borrarlos del mapa, tomando parte activa en protestas y actos ruidosos; a que fue compilador de hasta ocho antologías de relatos de fantasmas, entre las cuales puede contarse lo más granado de la ficción terrorífica de las islas y más allá. Aparte de esos detalles escuetos, y a pesar de los matices que él pueda agregar en los dos volúmenes de su autobiografía, The Attempted Rescue (1966), la existencia de Aickman flota en un curioso vacío, un poco al modo de sus cuentos, donde uno debe adivinar la trastienda a partir de los escasos indicios, a menudo inconexos, que presenta el mostrador. De estos, los cuentos, produjo siete tomos a lo largo de casi treinta años, comenzando con We are for the dark (1954), para seguir con, entre otros, Power of Darkness (1966), Sub Rosa (1968) o Cold Hand in mine (1976) y culminando en Intrusions (1980). Taciturno y difícil (“odio los niños”), calco de los protagonistas de muchas de sus fábulas, murió de un cáncer de especial agresividad que él decidió tratar con homeopatía, en 1981.
Con Las casas de los rusos, al que habría que añadir Cuentos de lo extraño (Atalanta, 2011), el lector en castellano dispone ahora de una selección suficientemente representativa del arte de Aickman, que, si bien descuida algunos ejemplos esenciales (pienso en su más famoso texto, el relato de zombis “Ringing the changes”), sirve para reflejar de modo consistente cuáles son sus principales destrezas. Los cuentos de Aickman suelen asignarse al género de terror o de fantasmas, aunque basta con leer los primeros párrafos para advertir que rebasan con creces esos márgenes. En una prosa morosa y exquisita, muy británica, acostumbra a presentarnos a un protagonista, hombre o mujer, dotado de un peculiar rasgo de carácter que lo aleja del individuo común; sus personajes, introspectivos, inconformistas, poco proclives a permitir que el calzador los introduzca en una horma social de número equivocado, buscan algo sin saber qué, presienten una realidad distinta por debajo de la cenicienta rutina que traen un día y otro. Por ceñirme a Las casas de los rusos, esto es especialmente evidente en Stephen, el funcionario de “Las manchas”, que después de la muerte de su esposa entra en un interregno de zozobra donde el mundo circundante pierde toda su nitidez y acaba por abrirse a algo más. O en el anónimo pintor de “Ravissante”, siempre a la búsqueda de un orbe de sentido que vuelva la obra de arte plena y le dé espesor. Esa nota falsa, la carencia de afinación entre el sujeto y el mundo, llevará a estos personajes, como a todos los del autor, a una serie de revelaciones desconcertantes y, por lo común, fatales.
El epíteto de “extrañas” aplicado a estas narraciones corre el riesgo de resultar otro tópico, cuando no hay palabra que mejor las clave en la diana. A partir de su desavenencia inicial con el entorno, las criaturas de Aickman comienzan a desplazarse por una serie de situaciones a cual más absurda, incómoda, siniestra, hasta alcanzar un clímax cercano al paroxismo. En “La tolvanera” se trata de las peregrinas discusiones familiares entre Agnes y Olive, que el narrador (como el lector) contempla con crecientes perplejidad y fastidio; en “Las casas de los rusos” es ese recorrido interminable por el pueblecito finlandés y los soporíferos consejos del señor Purvis. En escenas que recuerdan al teatro de Pirandello o Beckett, los personajes se enzarzan en diatribas ociosas sobre asuntos sin relevancia, o acometen decisiones que no desembocan en ninguna parte. En medio de ese desconcierto generalizado, que viene a advertirnos de que la cordura y el sentido común no son más que dos convenciones que pueden saltar por los aires en el momento menos pensado, la irrupción de lo sobrenatural, o lo numinoso, es tan sólo una gota más. El espectro de “La tolvanera” no resulta más escandaloso que los litigios de las hermanas o el hecho, advertido desde el principio, de que sobre la casa flota una perenne, ominosa película de polvo; que la nueva novia de Stephen, en “Las manchas”, sea un hada o una bruja o la hija del espíritu del bosque no va a asombrarnos después de la larga retahíla de desmayos que el funcionario ha sufrido para llegar hasta ella: todo es natural. Lo sobrenatural es natural, justo eso.
Por lo general, los cuentos suelen cerrarse sin cerrar; es decir, sin que sea el texto el que los cierre. Plagados de huecos, omisiones y sobreentendidos, el mayor de ellos viene al final: es el lector quien queda con la responsabilidad de armar las piezas del rompecabezas. En “Ravissante”, ¿qué significa esa línea última que duda de la identidad del propio narrador? ¿Acabamos de asistir a un delirio, a una visión de ultratumba, a una alegoría sobre el arte decadente? Lo mismo cabe decir de los golpes en la losa que epilogan “Las manchas”, y que no se sabe qué traen consigo. Todos estos pormenores han facilitado a menudo que se encorsete a Aickman en el molde del surrealismo (como a su antecedente más directo, Walter de la Mare), aunque es obvio que no existe por su parte ninguna deliberación al respecto. Probablemente lo que le quede más cerca sean ciertos autores del fantastique francés (a pesar de su evidente anglicismo, Aickman es mucho más continental de lo que parece) como Pieyre de Mandiargues, o, ya del castellano, ciertos cuentos entre los más terribles de Cortázar (“Circe” es un ejemplo claro). En cualquier caso, se trata de un escritor de primera magnitud que hasta la fecha sigue siendo un nombre en voz baja en boca de una serie de escasos devotos, entre los que me cuento; y que quiero aprovechar este hueco para gritar a los cuatro vientos: lean a Robert Aickman. Pero mejor no de noche, por si las moscas.
Las casas de los rusos (Atalanta, 2016) de Robert Aickman | 312 páginas | 25 € | Traducción de Arturo Peral e Irene Maseda
Quiero hacer una corrección al primer párrafo: aunque escasas, sí hubo reediciones de Aickman en los setenta y ochenta, fundamentalmente de «The wine dark sea», pero siempre esporádicas y maltratadas. Sólo a partir de 2014 se ha intentado un rescate sistemático del conjunto de sus cuentos.
Autor efectivamente imprescindible, que trasciende el género (algo similar, salvando las distancias, de lo que sucede con Lem y la ciencia-ficción). Solo mencionar que en español actualmente, aparte de los dos tomos editados por Atalanta, hace cuatro o cinco años Edhasa sacó un volumen de relatos intitulado genéricamente “La Aparición” pero curiosamente lo hizo solo en Argentina y no salió en España. Contenía entre otros, “Ringing the Changes” y otros relatos tan perturbadores como “Wood”. Yo lo adquirí por internet y vale mucho la pena. Por lo demás en español permanecen inéditos relatos tan magistrales y desasosegantes como “The Hospice” o “The Same Dog”
Por otro lado, las ediciones en inglés de Fontana, son asequibles y muy recomendables y no exigen un nivel muy alto (dentro de la general opacidad característica del estilo del autor)
Soy argentino, y puedo decirte que la traducción publicada por Edhasa es espantosa, prácticamente ilegible. El estilo de Aickman es muy idiomático y derivativo, nada fácil de traducir, y el traductor terminó refugiándose -y enredándose- en la literalidad. Las de Atalanta son infinitamente mejores.
Interesante. Me da envidia esa gente que domina el inglés o tiene paciencia para encargar un libro que debe venir desde Argentina. Por cierto, hay una colección de libros que se publicaron en España en los ochenta, «Horror, Stephen King y otros», en los que se publicó un relato de Aickman, «La mano en el guante», muy bueno. Concretamente se encuentra en el libro «Horror 5».
En la biblioteca pública de Granada hay un ejemplar, por si alguien vive en esta ciudad.