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Nueva carta marina

9788416246335

 

Islas de claridad. Antología poética

José Gutiérrez

Renacimiento, 2015

ISBN: 978-84-16246-33-5

152 páginas

12 €

Prólogo de Antonio Muñoz Molina

 

 

Antonio Rivero Taravillo

Era José Gutiérrez (Nigüela, Granada, 1955) uno de los poetas incluidos en la antología Las voces y los ecos que con tanta repercusión preparó en 1980 José Luis García Martín para la desaparecida editorial Júcar. Algunos nombres de entre los allí representados han alcanzado gran nombradía, como Luis Antonio de Villena o Eloy Sánchez Rosillo; otros ya solo podrán ser antologados a título póstumo: Fernando Ortiz o Víctor Botas. Los hay también que han ido quedando en cierta zona de sombra, lejos de los focos. Este es el caso de Gutiérrez, que en aquel momento había publicado ya tres libros en el corto plazo dos años: Ofrenda en la memoria (1976), Espejo y laberinto y El cerco de la luz (ambos de 1978).

Poco después, ya sin tiempo de que los poemas aparecieran en Las voces y los ecos, publicaba La armadura de sal (1980), título al que siguió un silencio editorial de casi una década, roto por De la renuncia (1989), que tuvo la fortuna de ver la luz en la espectacular Trieste, y de contar con un prólogo de Antonio Muñoz Molina, en aquel momento ya una figura, más que emergente, ampliamente reconocida con novelas como Beatus ille y El invierno en Lisboa (de aquel mismo año 1989 era Beltenebros). Luego, pasando década, centuria e incluso milenio, aparte del adelanto de algunos poemas, Gutiérrez no ofreció título nuevo hasta 2006, cuando apareció La tempestad serena. Le ha seguido ahora esta recapitulación relativamente breve en la colección de antologías de Renacimiento, también prologada con texto nuevo, y aún mejor, de Muñoz Molina; en ella se ofrecen seis poemas de un libro inédito del que no se avanza el título. Son en total setenta las composiciones con las que Gutiérrez ha querido trazar la carta marina de sus islas, balizar su obra, no pródiga desde luego para un arco temporal tan amplio.

Conviene antes de adentrarnos en los poemas hacer mención de nuevo al prólogo de Muñoz Molina, que es admirable porque más allá de presentar afectuosamente a un amigo de juventud brinda ideas muy válidas sobre la poesía que acreditan una sensibilidad particularmente afinada para el disfrute del verso, algo que no siempre se da entre prosistas. “Con la perspectiva del tiempo, ahora se ve que José Gutiérrez ha sido un poeta de copiosos arrebatos y de largos silencios”, escribe AMM, y añade: “En la poesía, más aún que en la prosa, una parte grande del proceso de la escritura sucede en la oscuridad y en la inconsciencia, de modo que tan importante como escribir puede ser no escribir.” La paciencia, la espera fértil, son virtudes que caracterizan a Gutiérrez. Y forma además parte de la identidad del Gutiérrez último, como bien señala su prologuista de lujo, el rigor formal, la seguridad de la métrica fija, la música ordenada que podríamos llamar clásica.

La luz del poeta no brilla hacia fuera, / pero su íntima llama lo consume”, escribe en “Revelación” Gutiérrez. La huella de otros poetas está presente, como es natural, en la primera fase de su obra. Jorge Guillén, Vicente Aleixandre y, sobre todo, Cernuda, a quien miran directa u oblicuamente varios de los textos poéticos iniciales del autor. Así, “Luis Cernuda en México” (que originalmente se titulaba “Desolación de espejos” y ostentaba el epígrafe “Homenaje a Luis Cernuda”), “Narciso” (que no hubiera disgustado al poeta sevillano), “Antiguo paraíso” o “A un lector futuro”. Como el poeta de La realidad y el deseo, Gutiérrez propende a lo elegíaco, y repara en “la oxidada cancela del tiempo sepultado” (verso del muy hermoso “Viento espía”). También figuran en estas páginas Pier Paolo Pasolini o el tantas veces versionado, y con espléndidos resultados, Ronsard.

No sabría decir hasta qué punto los sonetos y sextinas de Gutiérrez son brillantes ejercicios destinados a que, sirviéndose de sus guías, el poeta pueda hacer crecer el nuevo árbol de sus versos y salir, como quien se apoya en un báculo, de su prolongado silencio. Pero sí me atrevo a afirmar que uno de los mejores poemas de La tempestad serena es el magistral “Mística de mayo”, soneto compuesto en alejandrinos que, desde el paganismo simbolista a lo Poussin y el primer Yeats, da la vuelta al canto antaño tan frecuente durante el mes de mayo: ese “Venid y vamos todos con flores a María”, que aquí el poeta convierte juguetonamente en “Venid y vamos todos con flores amarillas” y cuyo segundo terceto reza “Venid y vamos todos; salid cautos, sin ruidos. / (El incienso flotando, la plegaria que huye, / las velas apagadas: en el altar, Cupidos).” Qué lejos esta frescura casi epicúrea de algún momento en que el poeta se acerca demasiado al lugar común, ese “solo quedan cenizas” que leemos en “Del comercio con los libros”.

Además de la rima consonante de tantos poemas publicados a partir de 2006, la asonancia adorna algunos de ellos de manera muy sutil. La perfección formal perseguida durante los últimos años, y exhibida por ejemplo en la décima con la que se cierra la antología, “Alborada” (donde se nombra, como en otro poema que lo precede, una “isla de claridad”), les algo que Gutiérrez comparte con otros poetas igualmente granadinos como Antonio Carvajal o Rafael Juárez. Treinta y cinco años después de aquella antología colectiva de Las voces y los ecos, José Gutiérrez tiene merecidamente la suya propia, individual: este brillante archipiélago.

[Publicado en Clarín]

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