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La rubia de la pistola

ILYA U. TOPPER | Siempre la recuerdo como una rubia con una pistola a medio ocultar bajo la manga del elegante abrigo. Me llamó la atención desde varios metros de distancia cuando la vi en una manta en la Cuesta de Moyano. Hice lo que usted habría hecho: acercarme cautelosamente, mirar a las demás para no desvelar mi atracción por esta en concreto —dar celos, lo llaman en los manuales de ligar—, preguntar el precio como quien no quiere la cosa, evitando hojearlo incluso para que el desinterés fingido fuese mayor, sacar las trescientas pesetas del bolsillo, metérmela bajo el brazo y alejarme a paso ligero, no fuese a arrepentirse el vendedor, mientras sentía como una conquista el contacto piel con piel de La piel.

Ahora me va a decir usted, lectora, que la historia es falsa porque los libreros de viejo de la Cuesta de Moyano colocan sus tesoros —llamar mercancía a un libro es un insulto— sobre mesas y no sobre mantas en el suelo. Tiene razón. Creo que abajo del todo, ya en Atocha, hay un tipo con una manta, aprovechando la cercanía de esa meca literaria que son las casetas más arriba, como los misioneros evangelistas se ponen a lo largo del camino que los peregrinos (musulmanes) de Estambul toman para acudir en romería a la iglesia de San Jorge de Büyükada, a ver si pescan alguna alma incauta. Pero es desde luego perfectamente posible que comprara La piel en otra calle de Madrid, o en la de Feria en Sevilla o incluso en la plazuela trasmercado de Cádiz, quién sabe. Lo que sí es falso es que la rubia llevase pistola: he comprobado la portada ahora y resulta que no, que solo sostiene un largo y elegante y blanco cigarrillo al lado de su boca muy roja, muy maquillada, pero con una mirada tan cargada de desinterés que hace perfectamente plausible el que oculte un revólver en el bolsillo.

No me arrepentí de la compra, y cualquiera que haya leído La piel lo entenderá. Como personaje, el autor y protagonista, Curzio Malaparte, seudónimo único para ocultar un nombre de pila y apellido alemán, es una de las figuras más contradictorias del siglo XX; fue fascista en la marcha a Roma de Mussolini, fue legionario francés y soldado italiano en el ejército del Eje, fue oficial de enlace para las tropas estadounidenses de los Aliados, fue reportero de guerra, escritor lírico y satírico, fue comunista con carné de partido. Y aunque es verdad que lo fue de forma consecutiva a lo largo de una vida relativamente corta —no cumplió ni los sesenta años—, probablemente la única manera de entender a Malaparte es asumir que fue todo esto siempre a la vez, y hasta el momento de morir, cuando, al mismo tiempo, se hizo católico y legó su casa de Capri, isla de los ricos y bohemios, a las juventudes de Mao Tse Tung. Probablemente la mitad de lo que hiciera en vida habría sido suficiente para ser condenado por cualquier intelectual con principios, y así lo condenó, en dos líneas, recordando su conversión papista y su adhesión a un dictador chino, el gran escritor expresionista Werner Helwig: «Un poeta muerto, un hombre al que nada debemos».

Pero sí le debemos La Piel, y Kaputt y Sangre, una trilogía —la nombro por orden de calidad literaria— que refleja de una forma única, quizás insuperable, la Europa destruida de la II Guerra Mundial, y a través de esta visión de sus ruinas, la Europa de todo nuestro siglo XX, funambulista entre la mayor cultura intelectual que ha dado de sí y dará de sí la humanidad, la alemana entendida como brote de la clásica grecorromana y renacentista, y lo que, ojalá, sean las mayores masacres que haya cometido, esperemos, la humanidad. Malaparte observa todo este espectro y se ríe. Ríe con una capacidad tan diabólica que hace reír al lector. Usando como contrapunto de esta cultura europea, personificada en Nápoles, antigua, profunda, refinada, filosófica y cruel, la de los soldados norteamericanos, nobles, buenos, incautos, superficiales y absolutamente ignorantes de todo, tan ignorantes que destruyen más que la crueldad.

Lo que no hay en La Piel es una rubia, ni con pistola ni sin ella, ni fumando. Desde luego a estas alturas de la historia ya no importa. Salvo para enseñarnos la lección de nunca juzgar un libro por su portada. Me gustaría caer en la tentación, a veces, pero no tengo oportunidad, porque mis lecturas tienen mucho de tarea escolar, incluso cuando son novelas: pido casi siempre por catálogo (a través de Estado Crítico, por supuesto) las novedades que considero lectura obligada para un periodista que quiere no solo descubrir sino también cubrir el Mediterráneo. Leo por deber, escogiendo por apellido y geografía. (O al menos eso es lo que ustedes ven de mis lecturas en Estado Crítico, porque por placer, cuando nadie me observa, leo novelas negrocriminales estadounidenses de tercera fila en versión bolsillo barato que me compro por quince liras en la librería de viejo de la calle Büyükparmakkapi, la del carrito de supermercado en la puerta, y allí tampoco miro las portadas, solo hojeo un poco para ver si hay disparos y diálogos, las dos cosas imprescindibles para este tipo de literatura, pero eso nunca lo sabrán ustedes y me cuidaré mucho de confesarlo). Así que normalmente, de la portada no me entero hasta tener el libro en mis manos, y a menudo ni eso, porque más de una vez leo en PDF, y con la portada aún en blanco.

Lo que sí me gusta es fijarme en la portada una vez terminado el libro: para medir el grado de la estafa visual cometida por la editorial. Esto es otro placer.

Porque una gran parte de las portadas en las librerías son una estafa. Unas cuantas, por aburridas, cuando el libro que encierran es excelente. ¿Por qué ocultar la excitante y dulce acidez de Los limones absortos de Aurora Luque tras una plancha uniforme que no llega ni a amarillo? En Dendritas, de Kallia Papadaki, al ilustrador no se le ocurrió nada mejor que dibujar algo similar a lo que las enciclopedias de química anorgánica llaman dendritas, sin relación alguna con la novela. Algo similar le pasó al que hizo la portada de Stamboul Train de Graham Greene, colocándole un par de tipos con gorra verde de jefe de estación. Luego está la muy abultada lista de libros que tienen algo que ver con el islam, o con Oriente Próximo, o con algo llamado árabe, y colocan una chica velada, incluso cuando el autor insiste expresamente en que está en contra de los velos. Cuando el escritor es turco, por supuesto debe salir una mezquita de Estambul, incluso si es la ciudad que menos se menciona en un viaje entre Buenos Aires, Bruselas y Bakú, como es el caso de Nedim Gürsel. Siempre es preferible eso, claro, que poner un paisaje de dunas del Sáhara a una novela del glacial Orhan Pamuk, como ha ocurrido con La vida nueva, porque total, Turquía es uno de los países de moros, o sea árabes, o sea beduinos, o sea arena ¿no?

Si no se sabe de qué va el libro, siempre funciona algo que sugiere sexo. ¿»Las noches de Estrasburgo» de Assia Djebar? Una mano entre sábanas. ¿La provocación de Ismael Kadaré? Un dibujo erótico de Klimt: seguro que alguna chica provocará a alguien en el libro (Spóiler: no). Aunque mi favorito absoluto en esta categoría, difícilmente superable, es la portada de Tratado del alma gemela de Esther Bendahan: una mujer desnuda, muy morena, muy sensual, tumbada sobre unos paños blancos, con el erotismo de su línea de pechos realzada por el tenue sepia de la imagen, una bella fotografía realizada por un fotógrafo neoyorquino-alemán. El diseñador de la portada tenía buen gusto, aunque poco tiempo para leer, porque si no, se habría enterado de que en la novela, que transcurre entre judíos españoles y del Norte de África, la protagonista no llega ni a desabrocharse el sujetador.

Llegados a este punto, ya les puedo confesar que el texto entero que acaban de leer es tan falso como cualquiera de estas portadas. Cuando vi la rubia con la pistola en la manta de la Cuesta de Moyano, no compré el libro porque me atrajera la portada. Yo ya sabía quién era Curzio Malaparte; ya me había leído La piel en traducción alemana antes, ya sabía que no salían rubias en la historia. Me lo compré porque quise releerlo. La única vez que he elegido un libro realmente por la portada, por nada más que la portada, sin tener la más mínima idea de quién era la autora, ni qué iba a contar, y sin el menor incentivo del Debes-leerlo-porque-te-toca-informarte, fue al ir a la librería a comprarme FACE de Rosario Villajos. La crítica ya salió en Estado Crítico; la pueden leer aquí. Nunca me arrepentí. Es una gran novela.

Pero claro, Rosario Villajos es dibujante.

La piel (Plaza & Janés, 1963) | Curzio Malaparte | 438 páginas | Librerías de viejo

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