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No sos mostra, Mariana, ¡sos rebuena!

NH559 Las cosas que perdimos en el fuego.inddNURIA MUÑOZ | “Si veía repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara o sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas”.

Con el tacto del muñón bien restregado por la cara me he quedado tras leer el magnífico Las cosas que perdimos en el fuego, conjunto de once relatos de Mariana Enriquez que te da que pensar sobre qué les dan de merendar a las minas bonaerenses de la década de los 70 (y estoy pensando también en Samanta Schweblin y su estupendo Siete casas vacías).

Mariana Enriquez, que tiene ya publicadas varias novelas y libros de relatos (no en España, que alguien haga algo…), ha escrito un libro sobre su afición a visitar cementerios, y esto nos da la pista de sobre qué pie cojea la periodista y autora argentina. Este libro es un catálogo de obsesiones que ejercen en el lector una atracción tan morbosa como incontenible; al menos, en lectores como yo, que sobrellevo la vida “con un toquecito dao”, como decimos por aquí.

Las cosas que perdimos en el fuego juega con las variantes del miedo, tendiendo en ocasiones hacia el terror, quedándose en otras en el puro horror, combinando la realidad con lo sobrenatural en escenarios que, aunque remitan a ciudades reales, parecen territorio mítico, tal vez porque te consuela pensar que ciertas cosas no son de este mundo.

Enriquez corta con su prosa, certera y breve, se remanga la pollera y habla sin miedo de la suciedad (“había dedos de mierda sobre los azulejos celestes; sin papel higiénico a la vista, mucha gente se había limpiado con los dedos”), de los altares callejeros al Degolladito, la Pomba Gira o San La Muerte, o de esa droga de los jóvenes pobres de los suburbios, el paco, una variación del crack que mezcla residuos de cocaína, bicarbonato y matarratas y que te deja “los labios quemados por la pipa, el olor a alquitrán en el aliento”.

Muchos de los relatos juegan con la terrible posibilidad de que el espanto de las situaciones que plantea tenga fundamento, como en «La casa de Adela», donde unos niños viven obsesionados con una casa abandonada, que les habla y les cuenta historias. Y hay niñas que desaparecen para siempre y niños que enloquecen. Y pese a la intervención de los adultos, los miedos infantiles no acaban en este caso al despertar, como las pesadillas, sino que siguen ahí, obligando a las chicas de «Fin de curso» a arrancarse uñas y mechones de pelo, a herirse sin dolor, exhibiendo una hermosa sonrisa.

Las casas tienen en este libro una presencia que trasciende el mero escenario, como la del «El patio del vecino» (con el descubrimiento que hace una mujer atormentada por la culpa en la casa del inquilino del bajo) o «La Hostería», en la que, además, traza un rápido retrato por contraste de dos personajes dándonos la información necesaria para entenderlos : “Tu hermana la puta, la trola, la petera, la chupapijas, ya le hicieron el culo o qué / A ella nunca iban a tratarla de puta, eso lo tenía clarísimo (…) A ella iban a decirle tortillera, mostra, enferma”.

Pero hay más hilos que sostienen con firmeza el conjunto de relatos de Mariana Enriquez; por ejemplo, la fijación macabra por el criminal del protagonista de «Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo», un guía de un tour de crímenes que cree ver al famoso asesino de niños que debutó a los 9 años (aquí, como aplicando un par de fuerzas, observamos al espectro del Petiso acompañándolo cada vez más tiempo mientras disminuye el afecto por su familia). O el universo femenino de «Nada de carne sobre nosotras» y «Los años intoxicados», con chicas que buscan deliberadamente el ir desapareciendo (“Queríamos ser livianas y pálidas como chicas muertas”), y que cristaliza en cierto modo en el relato que da título al libro, «Las cosas que perdimos en el fuego». Las Mujeres Ardientes protestan contra la violencia machista quemándose ellas mismas en una ceremonia: “Las quemas las hacen los hombres (…) Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices”. Las quemadas no se esconden y muestran al mundo sus horribles caras, sus mutilaciones. “¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?”

Enriquez puede parecer rarita, macabra también, vale, pero Buenos Aires debe imprimir carácter. Es uno de los centros urbanos más poblados del mundo y su índice de criminalidad ha experimentado un espectacular aumento en los últimos años. Es, además, el lugar en el que desemboca el Riachuelo, un río que separa la ciudad de los suburbios en una zona considerada una de las diez más contaminadas del mundo. Las familias pobres que malviven allí enferman a causa del río, que en este punto es negro, una ciénaga. Un río muerto por la falta de oxígeno al que la autora da el papel de protagonista en «Bajo el agua negra», un inquietante relato en el que algo despierta en el agua estancada por los desechos y cuerpos de adolescentes de la Villa Moreno. Los nuevos ídolos emergen y comienzan otros rituales. Dios está con nosotros, pero, ¿qué Dios? Pregúntenselo a Mariana.

Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), de Mariana Enriquez | 200 páginas | 16,90 €

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